¿Y AHORA, OTRA VEZ VAN A MODIFICAR EL CÓDIGO?

Cuando entran a fallar… (Nota XLIX)

Especial para El Seguro en acción

Todavía ni los jueces, ni los abogados, ni los operadores de mercados delimitados por legislaciones específicas (de los cuales, el mercado de seguro es un ejemplo típico), aprendimos a manejar sólidamente la Obra Magna de Lorenzetti, Highton y Kemelmajer; cuando ya se creó una Comisión Reformadora encabezada por Rivera y Pizarro, que deberá presentar su propuesta en el mes de setiembre: a “jardín de tres” irá el Código que rige desde agosto de 2015, cuando el primer atisbo de su reforma vea la luz.

Rivera y Pizarro son autores de intachable trayectoria y unánime reconocimiento, de eso no cabe ninguna duda; pero ese no es el problema. Lorenzetti, Highton y Kemelmajer también lo eran, al menos hasta la sanción del equívoco Código que coincidieron en legarnos, y aún hoy desfilan por Congresos y Jornadas, explicando o arrepintiéndose de este o de aquel artículo y recibiendo -seguramente por lo que son, por lo que fueron y no por el texto legal que firmaron-, devotas muestras de admiración.

El problema, en uno y otro caso, es el proceso que toda propuesta de este tipo exige para ser finalmente aprobada; sus concesiones, sus contramarchas, las presiones políticas, y la ambición de la historia. ¿Por qué no introducir modificaciones específicas mediante leyes complementarias? Tal vez porque no paga lo suficiente: Napoleón tenía un Código -que lleva su nombre, aunque muy difícilmente puede pensarse redactado por él, entre una batalla y otra-, y no hay inquilino del poder en estas tierras remotas, que no sienta la tentación de ser “un poquito” el perdedor de Waterloo. Algunos lo dicen,otros no; eso es todo.

“Cuanto más corrupto es el Estado, más leyes tiene” escribió Tácito, emperador romano fallecido hace mil novecientos años: nada es tan nuevo ni tan propio como parece, diría sabiamente mi abuela. Un analista freudiano, por su parte, completaría la cita, aclarando: “y más leyes necesita”. A veces, en materia de ley, se ostenta lo innecesario y se carece de lo urgente.  O se hace uso de la ostentación para ocultar la carencia.

Seamos gráficos: nuestra Ley de Seguros todavía no se enteró de las normativas que afectan sus disposiciones desde hace más de dos años: está grande (tiene exactamente mi edad) y reacciona lento. Nuestra Superintendencia durmió todo ese tiempo, para despertarse hace apenas un mes -como vimos en la columna anterior-, con un incoherente balbuceo infantil. ¿Cuánto tiempo más necesitarían, una y otra, para acomodarse a un mundo textual que volviera a cambiarles? 

Si una revolución -en términos de previsibilidad jurídica- es una tragedia; dos revoluciones inmediatas son casi una farsa. Cualquier sucesión de cambios drásticos implica, por un lado, la doble legitimación de lo que permanece, y, por otro, la renuncia a lo que se pierde, se abandona, se niega entre una y otra patada al tablero. De manera tan irrefutable como excesiva, así, el tiempo de los procesos judiciales nos hará caer en el abismo de un imposible trabalenguas sin sentido: tres tristes tramas textuales tratarán de trillar su interpretación en los tribunales y en la mente atribulada de nuestros señores jueces: todos a la vez.

Ante semejante escenario, pobre de aquel que haya sido demandado según un Código nuevo y reciba su sentencia en los términos del mismo Código, perimido: antes de terminar de incorporar las pautas según las que debe resolver su situación, el juzgador estará forzosamente empeñado en el proceso de olvidarlas.

En lo que sigue, intentaré señalar algunos de los aspectos básicos que, a mi criterio, debiera afrontar la reforma Rivera-Pizarro del Código Lorenzetti-Highton-Kemelmajer, en el tema que nos importa aquí. Sólo algunos, claro está; la lista completa sería interminable y excedería los límites de este espacio.

Sin embargo, ello no significa de ninguna forma soslayar la evidencia de que existen cuestiones apremiantes a cuyo tratamiento una reforma de este tipo no habilita, y el postergado dictado de una nueva ley específica sí lo hubiera hecho: la creación de una cobertura que ampare a las víctimas de accidentes de tránsito, por ejemplo, idea que propuse hace ya diecisiete años -mucho, mucho antes del difundido debate de dignidades e iluminaciones sobre la “finalidad protectoria” y los alcances del interés público en el seguro de responsabilidad civil-, y jamás fue seriamente considerada. Vamos nomás, con lo que nos toca.

  • Un comentario previo: la legitimidad de origen

Hace más de treinta años que Rivera no ejerce la función judicial; Pizarro no la ejerció nunca. Desde esta perspectiva, la reforma del Código Unificado tendría toda la legitimidad de origen de la que carece el propio texto que se propone corregir: la inaudita desprolijidad de que sean dos jueces de la Corte Suprema (Lorenzetti y Highton), quienes asuman la función de legislar (y oportunamente tengan que resolver sobre la constitucionalidad de los artículos incluidos en un texto que lleva sus nombres) parece difícil de igualar en un contexto republicano, signado por la división de poderes.

No obstante, por amplia que sea, una reforma no es un Código nuevo; y la legitimidad de la corrección no borra la ilegitimidad de lo corregido.

Entonces:

  1. ¿Qué tendrán para decir los jueces supremos sobre aquello que oportunamente hicieron ley, y que a partir de una decisión que les resulta ajena, dejaría de serlo?
  2. El arrepentimiento y las explicaciones que hoy llevan a las Jornadas y a los Congresos en los que se los admira; ¿se traducirá en sus votos, cuando tengan que ratificar lo dispuesto por quienes se opusieron a sus posiciones codificadas?
  3. Y en tales casos; ¿cómo sostendrán válidamente la vigencia de tantos Códigos comentados que han vendido en los últimos dos años y aspiran a seguir vendiendo?

Nunca preguntes algo cuya respuesta no estás en condiciones de tolerar.

En este contexto -en el que el enfrentamiento entre los poderes ejecutivo y judicial no parece un dato menor-,

  1. ¿qué viabilidad real de superar impugnaciones de constitucionalidad tendría una reforma dispuesta por el primero, sobre un texto redactado por integrantes del segundo?

“Lo más ingenuo es algunas veces lo más sabio” escribió Víctor Hugo en “Los miserables”, hace más de doscientos años. Desde el sentido común, una ley redactada por jueces es un despropósito; pero la reforma que desautoriza su palabra y se somete a su aprobación, parece una apelación a la humildad en el club de la soberbia.

Un juez fallando contra sus dichos -y sus hechos-, resulta tan impensable como un Hamlet sin espectro: si Shakespeare hubiera sido argentino, tal vez hubiera escrito este guión.

  • La (ir)responsabilidad del Estado

Sin embargo, hay algo que en el sentido shakesperiano, no tiene nada de sublime: es el texto de los artículos 1.764 a 1.766, ambos inclusive, del Código que hoy se propone reformar. Repasémoslo:

Artículo 1.764. Inaplicabilidad de normas. “Las disposiciones del Capítulo 1 de este Título (léase “Responsabilidad Civil”) no son aplicables a la responsabilidad del Estado de manera directa ni subsidiaria.”

Artículo 1.765. Responsabilidad del Estado. “La responsabilidad del Estado se rige por las normas y principios del derecho administrativo nacional o local según corresponda,”

Artículo 1766. Responsabilidad del funcionario y del empleado público. “Los hechos y las omisiones de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones por no cumplir sino de una manera irregular las obligaciones legales que les están impuestas se rigen por las normas y principios del derecho administrativo nacional o local, según corresponda.”

Lo hemos dicho innumerables veces: en lo escueto de sus formulaciones, estos artículos destruyen más de cien años de evolución doctrinaria y jurisprudencial, sobre la responsabilidad del Estado y de sus funcionarios; incluso por los daños que causan en el ejercicio lícito de la actividad que les ha sido asignada.

En el derecho administrativo (aplicable “según corresponda”) no rige el principio de la reparación integral, que el Código Unificado declama como propio. Y en tanto no resulta necesario que una función sea ejercida “de manera irregular” para que alguien sufra daños por su ejercicio; al situarse fuera de las pautas que señalan la responsabilidad del común de los mortales, el Estado y sus funcionarios configuran, de hecho, una clase al margen de la ley común; conforman una “nueva nobleza”, de origen legal. Preguntemos, ahora:

  1. ¿Quién repara, según esta legislación, los daños de un menor atropellado por un patrullero que persigue a delincuentes en fuga? Nadie.
  2. ¿Se indemnizarán los menoscabos sufridos por alguien detenido durante tres años en prisión preventiva, cuando una sentencia demuestre su absoluta inocencia sobre el hecho que motivó su detención? No.
  3. ¿Cómo hacer que una persona perjudicada en sus intereses legítimos por un mismo hecho del Estado reciba un mismo tratamiento de la ley en todo el territorio, cuando se aplican diferentes derechos administrativos “nacionales o locales”? No hay manera.
  4. ¿De qué forma responsabilizar al Estado por su falta de prevención, si las normas de responsabilidad civil no le son aplicables? La vía está cerrada.

Los interrogantes se multiplican hasta el hartazgo, las respuestas invariablemente faltan. El tratamiento de esta problemática, así como está, es vergonzante y vergonzoso. Ni siquiera la improvisada ley específica dictada con posterioridad ha logrado atenuar, al menos un poco, esa vergüenza.

  • La redacción

Más allá de sus intenciones – a veces loables-, la redacción del Código Unificado es aberrante: sinceramente, parece que sus redactores se hubieran empeñado en desprestigiar todas y cada una de las ideas que dicen propias. Las marchas, contramarchas, concesiones y exigencias políticas para su aprobación, dejaron huellas en un anteproyecto que fue perdiendo fuerza y coherencia ante cada versión sucesiva.

Valga el ejemplo -que ya hemos visto- de la responsabilidad del Estado, que comenzó siendo parcial y terminó siendo nula. O de la sección 2 del Capítulo 1 (“Responsabilidad Civil”) del Título V (“Otras fuentes de las obligaciones”), cuya idea primera era consagrar positivamente los llamados “daños punitivos” -sanción por el hecho de dañar especulando con las consecuencias o en desprecio de ellas- y, sin contenerlos en el texto finalmente aprobado, terminó llamándose “función preventiva y punición excesiva”.

En tal sentido:

  1. ¿Qué abarca la “punición excesiva” en un sistema que no incluye la atribución discrecional de las sanciones por el proceder dañoso consciente, especulativo o indiferente de sus resultados?
  2. ¿Cómo sostener que la punición es una “función” de la responsabilidad civil, sin retroceder siglos en la evolución jurídica?

Nadie lo sabe; y menos que nadie, los redactores de una sección que terminó por ser una estructura hueca.

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  • La “función” preventiva

Para vislumbrar apenas la medida de este insondable dislate, basta con citar el artículo 1.711 que instaura en nuestro derecho la acción preventiva; preocupación propia de un sistema de reparación plena, no centrado en el responsable sino en la víctima. Dice, expresamente, el artículo en cuestión:

Artículo 1.711. Acción preventiva. “La acción preventiva procede cuando una acción u omisión antijurídica hace previsible la producción de un daño, su continuación o agravamiento. No es exigible la concurrencia de ningún factor de atribución.”

Si de alguna manera la idea es clara, su expresión resulta tan confusa, que termina negándola. Lo que se ha querido decir no tiene ni la menor relación con lo que se terminó diciendo.

Entendemos de qué intentó tratarse: se puede exigir la evitación o el salvataje a cualquier persona que esté en condiciones fácticas de asumirlo, independientemente de que no se tratara del responsable del daño o de su amenaza. No obstante, resulta imposible entender de qué se trata:

  1. ¿Cómo pensar un supuesto de “acción u omisión antijurídica” al que no concurran factores de atribución?
  2. Esto es; ¿de qué forma tener por configurada la situación contraria a derecho que da lugar al nacimiento de la acción, cuando no hay ningún elemento -ni subjetivo ni objetivo-, que permita atribuir a alguien el daño o su amenaza entendida, al modo de la reparación plena, como un daño en sí misma?
  • La “antijuridicidad” del daño.

Vayamos ahora al artículo 1.716 (deber de reparar). Leámoslo juntos: “La violación del deber de no dañar a otro, o el incumplimiento de una obligación, da lugar a la reparación del daño causado, conforme con las disposiciones de este Código”.Y seguidamente, leamos también el artículo 1.717 (antijuridicidad): “Cualquier acción u omisión que causa un daño a otro es antijurídica si no está justificada”.

El simple cotejo de estos artículos manifiesta una redundancia, forma de la incoherencia debida aquí a la supervivencia de un término propio del lenguaje perimido (el de la responsabilidad civil), en el nuevo (el de la reparación integral).

Ahondemos el análisis: si la “violación (no justificada) del deber de no dañar” es lo que “da lugar a la reparación del daño causado”; ¿a qué se debe el afán de aclarar que “cualquier acción u omisión que causa un daño a otro (sin estar expresamente justificada) es antijurídica? Independientemente de su calificación, la acción dañosa no justificada hace nacer la expectativa resarcitoria.

Cuando lo antijurídico es el daño -tal y como sucede en un esquema de reparación plena-, la antijuridicidad deja de ser un presupuesto autónomo de la reparación y la causalidad -jurídica o material- pasa a ser un antecedente del factor de atribución, que obliga a una persona -y no a cualquier otra- a responder por las consecuencias dañosas de su comportamiento. Todo lo demás, sobra. Y lo que sobra, en Derecho, daña.

  • El elenco de los sujetos con legitimación activa para el resarcimiento

Detengámonos ahora en el artículo 1.741 (indemnización de las consecuencias no patrimoniales).

“Está legitimado para reclamar la indemnización de las consecuencias no patrimoniales, el damnificado directo. Si del hecho resulta su muerte o sufre gran discapacidad también tienen legitimación a título personal, según las circunstancias, los ascendientes, los descendientes, el cónyuge y quienes convivían con aquél recibiendo trato familiar ostensible. La acción solo se transmite a los sucesores universales del legitimado si es interpuesta por éste. El monto de la indemnización debe fijarse ponderando las satisfacciones sustitutivas y compensatorias que pueden procurar las suma reconocidas”.

La primera pregunta es simple: quienes “convivían” -y aquel que sufre una “gran discapacidad” no ha muerto- ¿cuándo? Su respuesta parece obvia: al momento del hecho.

Pero entonces:

  1. El hijo del o la conviviente del damnificado que recibía “trato familiar ostensible” que después del daño se apartara de él, desinteresándose de su suerte; ¿conserva la acción? Y, en cuanto legitimado, ¿la transmite a sus propios herederos? ¿O la transmisión sólo opera para “el damnificado directo”?

Como vemos, el tema, a partir de aquella pregunta fácil, comienza a complicarse:

  1. ¿Por qué, si se trata de fijar un esquema de reparación integral, los hermanos no convivientes carecen de acción y los hijos del o la concubina- que, según la redacción, podría ser una pareja reciente terminada al momento del daño-, sí la tienen?
  2. ¿Cómo se ponderan -y acá la legislación se hace eco de la teoría de los “placeres sustitutos”-, las “satisfacciones sustitutivas y compensatorias” por la muerte de un hijo, por ejemplo?
  • La responsabilidad de los empresarios médicos

A veces, la inequidad impide las respuestas. Focalicémonos en otro ejemplo: según el artículo 1.719 (asunción de riesgos) “La exposición voluntaria por parte de la víctima a una sustitución de peligro no justifica el hecho dañoso, ni exime de responsabilidad (…)”; pero, de acuerdo con el inmediato siguiente, artículo 1.720 (consentimiento informado) “Sin perjuicio de disposiciones especiales, el consentimiento libre e informado del damnificado, en la medida en que no constituya una cláusula abusiva, libera de responsabilidad por los daños derivados de la lesión de bienes disponibles.”

La contradicción es obvia: en una situación de urgencia, en la que el damnificado se ve obligado a dar su consentimiento, tal acción -salvo el supuesto de cláusula abusiva-, inhibe el ejercicio de cualquier acción resarcitoria, liberando de responsabilidad al dañante. Y, paradójicamente, en una situación sin urgencia, cuando la exposición al peligro del damnificado es meramente voluntaria, la acción resarcitoria persiste.

Dos interrogantes se imponen:

  1. ¿Cómo entender el consentimiento informado -que libera-, sino como una especificidad calificada de la asunción de riesgos -que no libera-?
  2. ¿De qué modo armonizar una y otra disposición?

Tal vez la clave de la intelección esté en el párrafo final del artículo 1.756 que, hablando de otras cosas (la cesación de la responsabilidad parental respecto a otras personas encargadas), establece que “el establecimiento que tiene a su cargo personas internadas responde por la negligencia en el cuidado de quienes, transitoria o permanentemente, han sido puestas bajo su vigilancia y control”.

Es decir: ninguna exposición a una situación de peligro hace perder la acción resarcitoria, salvo la de quien da su consentimiento informado a una intervención peligrosa sobre sí. Y en un esquema de reparación integral, en el que los factores de atribución tienden a ser objetivos y se multiplican los supuestos de responsabilidad sin culpa; las empresas de servicios de salud con internación -transitoria o permanente- sólo responden por la culpabilidad de sus agentes.

Notoriamente, semejante tratamiento preferencial responde, evidentemente, a presiones políticas y no tiene ninguna justificación desde el punto de vista jurídico.

  • Los daños en y por internet. Los daños por manipulación genética.

Estos son los dos temas que el Código Unificado, muy conscientemente, omite y que cualquier reforma seria está obligada a tratar. La multiplicación de los supuestos y de las fuentes de daños en uno y otro campo, es tan acelerada que el hecho de haber omitido su tratamiento hace que la codificación, como el mismísimo Lao-Tsé de la leyenda china, “haya nacido vieja”, con el cabello blanco, orejas estiradas y arrugas en su rostro.

  • La cuestión de los responsables indirectos

Por último, para finalizar esta exposición mínima que lejos está de agotar el tema, el artículo 1.773 (acción contra el responsable directo e indirecto) determina que “el legitimado tiene derecho a interponer su acción, conjunta o separadamente, contra el responsable directo y el indirecto”.

Luego, si se interpreta -como la misma redacción del artículo autoriza a hacerlo-, que las aseguradoras son “responsables indirectos” por los daños causados “directamente” por sus riesgos asegurados, el Código Unificado estaría estableciendo una acción directa y autónoma contra el asegurador, que torna sobreabundante la tradicional “citación en garantía” de la Ley de Seguros.

Pero; ¿es esto realmente así? Creo que una instancia de reforma ofrece una excelente ocasión para aclararlo.

  • Conclusiones

Las contradicciones y las incongruencias, como dije, son inagotables; por exigencias de espacio, la enumeración es arbitraria. Las digresiones, ante tanta exigencia, fueron mínimas: la columna se termina y aún no hablamos de fútbol.

No es que el tema impidiera la parábola futbolera -se escribe como se vive, y como se vive se juega- es que para mí, exactamente como era para el gran Roberto Fontanarrosa, “Central es la madre y la selección, una tía lejana”. Pues bien; en esta fecha FIFA la madre no ha jugado -lo que es una buena noticia, en tanto tampoco ha perdido- y la tía lejana parece haberse dedicado al tenis en tierras españolas. No le ha ido bien, evidentemente.

¿Cómo le irá a la reforma Rivera-Pizarro del Código Lorenzetti-Highton-Kemelmajer? ¿Pasará su primera ronda, prevista para setiembre? ¿Durará más que su corregido? ¿Tendrá la suficiente habilidad para sortear las impugnaciones de constitucionalidad llevadas ante sus propios autores desairados?

Sólo el tiempo tiene estas respuestas Y sus caminos, se sabe, son tan inescrutables como los del Destino.

A esta altura, lo único que podemos decir -parafraseando a nuestro modo una frase histórica de hace exactamente 31 años-, es: “Argentinos, felices pascuas”.

“La casa, por lo que se ve -tanto en el vestuario dirigido por el nervioso Sampaoli como en el mercado asegurador-, no está para nada en orden.” Y antes de terminar de amanecer -en lo que hace al nuevo/viejo Código unificado-, amenaza con derrumbarse una vez más.

Rosario, 29 de marzo del 2018

Dr. Osvaldo R. Burgos

Abogado

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www.derechodelseguro.com.ar

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