Reuniones de Consorcio y Psiquiatría

Por Carlos Seguro 

Hasta los 28 años no había participado en ninguna reunión de consorcio.  La primera vez fue una experiencia alucinante, difícil de olvidar.

En aquel momento trabajaba en un banco, que me otorgó un préstamo para comprar un departamento y adquirí mi primera unidad de propiedad horizontal en la calle Malabia al 2200.

Al poco tiempo de habernos mudado, vivía con mi esposa y una hija en camino, comencé a advertir algunos acontecimientos extraños en el edificio.  Un pequeño plantero que lucía viejo y descuidado en la puerta de entrada, apareció de pronto embellecido con hermosas plantas y sus partes de hierro prolijamente pintadas. Otro día, desde la cocina escuché ruidos llamativos. Las canillas, cuyo volumen de agua eran notoriamente escasos, empezaron a temblar. A los minutos, cesó el ruido y al probar la salida de agua, advertí una importante mejoría en su caudal.

Las cañerías habían sido sopleteadas con oxígeno por un vecino, quien también era el autor del arreglo decorativo de la entrada del inmueble.

Según la información que me dio el encargado, se trataba de un nuevo propietario, el señor Quintanilla, un ex suboficial retirado de la Marina. Me comentó además que habitaba el único departamento de planta baja, que era muy habilidoso para todo tipo de tareas y que, atento a su preocupación por los temas del edificio, había sido nombrado como administrador del consorcio unos meses atrás.⁹

Unos días después recibí por debajo de la puerta de mi departamento una nota firmada por el señor Quintanilla en su carácter de administrador, invitándome a una asamblea general extraordinaria, en la que se tratarían tres temas en particular. Los dos primeros no tenían mayor importancia, pero el restante me llamó particularmente la atención: se denominaba “Moral del Edificio”. 

La reunión estaba prevista para el viernes de esa semana a las 20.30 en el departamento de la planta baja, propiedad del señor administrador, que recomendaba “asistencia y estricta puntualidad” a todos los consorcistas.

Era una buena ocasión para conocer a mis vecinos.

Cuando ingresé al departamento, minutos antes del horario previsto, ya se encontraban sentados en su amplio living un número importante de propietarios.

El señor Quintanilla me recibió de manera muy formal y, cordialmente, me invitó a firmar una suerte de libro de asistencia que tenía sobre una mesa/escritorio en la que lucían también una vieja máquina de escribir, una campanilla de las que se utilizaban en las películas para llamar al orden y un grabador Geloso, típico de los que se usaban en la época para grabar las clases en la universidad. Me llamó la atención que me requiriera mi documento de identidad, al que examinó atentamente. Tomó nota de su número, registrando el mismo al lado de mis datos personales.

A las 20.30 en punto se habían congregado un número importante de propietarios. En ese momento, en forma simultánea, comenzaron a sonar no menos de ocho relojes cucú distribuidos en las paredes del departamento, asomándose de los mismos exóticos pajarracos provocando cierta hilaridad entre los presentes.

Los dos primeros temas no ocuparon mucho tiempo, a pesar de los ritos que en cada tema ponía de manifiesto el administrador.

Antes de comenzar el tratamiento del tercer tema, el dueño de casa cerró la puerta de acceso al departamento, señalando que, conforme con lo dispuesto en la citación, no podía participar ninguna persona más de la asamblea.

A continuación, muy serio y con voz grave, señaló que había convocado a la reunión, “fundamentalmente, para tratar este tercer punto”. “Como todos ustedes lo deben conocer, hace aproximadamente un mes se mudaron al departamento “B” del primer piso dos caballeros, por llamarlos de alguna manera, que evidentemente carecen de atributos morales para formar parte del consorcio.  Se trata, evidentemente, de dos pederastas.”

Se hizo un silencio total hasta que la vecina, creo del 2 “B”, intervino.

  • ¿Y cuál es el problema moral de que sean dos periodistas?
  • No señora, no dije periodistas, dije pederastas, ¿entendió? – corrigió el señor Quintanilla.
  • Maricones, señora – terminó de aclarar un vecino muy mayor con cara de fastidio.

La que había sido hasta ese momento una calma reunión, se convirtió de pronto en un griterío en el que participaban casi todos los presentes.

El dueño de casa hizo sonar insistentemente la campanilla, pidió que los que quisieran hablar solicitaran el uso de la palabra y que él les concedería la intervención.

Una de las vecinas que levantaba su mano con insistencia tomó la palabra sin esperar su turno.

  • Soy la señorita María del Carmen Rodríguez, soy la propietaria del 6 “C” y creo que tenemos que hacer algo. Yo tengo sobrinos nietos que me vienen a visitar casi todos los días, no me gustaría que tengan que enterarse de semejante inmoralidad en un edificio que supo siempre gozar de un amplio respeto por los valores cristianos.
  • Aunque a mí no me gusta esta situación, no tenemos soporte jurídico para entablar ningún tipo de acción contra los nuevos propietarios -señaló con cara de hombre del derecho- otro de los concurrentes.
  • No se trata de nuevos propietarios -lo interrumpió el administrador – son simples inquilinos. 
  • Eso agrava la situaciónremató la señorita Rodríguez.

A esta altura, el administrador había tenido que recurrir a la campanilla en varias oportunidades.

Recuperado el orden, un joven de alrededor de 30 años, pidió la palabra. Dijo llamarse Enrique Campos, que él era también nuevo en el edificio y que pensaba que el consorcio no tenía atributos para juzgar las apetencias sexuales de sus copropietarios y que cada cual podía “elegir cómo y dónde expresar su libido, o sea, la energía de sus pulsiones”. 

  • ¿Qué está diciendo…? déjese de decir pavadas ¿Usted tiene hijos? – lo interrumpió el administrador- ¿a qué se dedica, señor?
  • No tengo hijos. Soy psicoanalista. 
  • ¡Ja! ¡me lo veía venir! – replicó el administrador – haciendo un gesto de rechazo con su mano, como despreciando la opinión del terapeuta, y concedió el uso de la palabra a una señora que reclamaba desde hacía rato expresar su opinión.
  • Bueno, la mayoría de ustedes me conoce como Dorita porque creo ser la más antigua del edificio. Yo soy vecina de los chicos del primer piso y la verdad que a mí me parecen amorosos y muy educados, y creo que no tenemos por qué meternos en su vida privada, mientras que no hagan alarde de su intimidad.
  • Pareciera que Quintanilla estaba esperando una expresión de este tipo, porque inmediatamente exclamó:
  •  Ahhh ¿sí? ¡Eso es lo que usted cree, estimada Dorita!  ¡Escuche esto! ¡Escuchen todos!

El administrador encendió el grabador Geloso que tenía sobre su escritorio y se escucharon con claridad gemidos y expresiones propias de la intimidad de una pareja a la hora de mantener relaciones sexuales.

La campanilla del Administrador perdió toda autoridad y el descontrol se había apoderado del encuentro.

La señorita Rodríguez, a los gritos, reclamaba: “¡Silencio por favor, no se puede escuchar!

Otra copropietaria, avanzaba sobre Quintanilla con la intención de golpearlo con su cartera mientras le gritaba: “¡Apague eso, usted es un degenerado!”

Eran las 21.30 Los relojes cucú comenzaron nuevamente a sonar con sus pájaros gritando, poniendo un marco aún más grotesco y desbordante a la situación. 

El psicoanalista, otros vecinos y yo no pudimos evitar reírnos y mirar sorprendidos la escena propia de una farsa teatral.  

La reunión se convirtió en un escándalo y el administrador la dio por terminada después de largos minutos en los que trató de restablecer el orden, entre gritos generalizados.

Pocos días después recibí por debajo de la puerta otra notificación de Quintanilla.  Esta vez con extensas consideraciones acerca de la moral en general y del consorcio en particular. Respecto al audio, aseguró que era real y precisó que lo había obtenido extendiendo el micrófono de su grabador con una caña de pescar desde el patio de su departamento hasta una ventana del que alquilaban los homosexuales en el primer piso. Finalizaba la nota con su “renuncia indeclinable al cargo de administrador”. “Me retiro, excepto que la mayoría de los consorcistas recapacite y considere necesaria la continuidad de mi gestión”.

Al poco tiempo, ya nacida mi primera hija, decidimos mudarnos a otro edificio cercano, con un dormitorio más y con algunas deudas hipotecarias adicionales a nuestro presupuesto.

Con el paso de los años y por diversas circunstancias, volví a mudarme casi una decena de veces, en todos los casos a unidades funcionales de consorcios de propietarios.

Debo confesar que nunca más viví una experiencia semejante a la provocada por el ex marino Quintanilla.

Sin embargo, no es menos cierto que en todas las reuniones de consorcio de las que participé, aparecieron expresiones y personajes sorprendentes. 

Desde hace mucho tiempo, dada mi actividad profesional y mi afición a la estadística, he llegado a la conclusión, extrapolación mediante, de que entre el 15 y el 20% de los habitantes de los consorcios de la ciudad de Buenos Aires debería someterse a tratamiento psiquiátrico y que esa misma proporción se repite al considerar a todos los vecinos de Buenos Aires.

Las actitudes y manifestaciones de algunos individuos, me permiten conjeturar que la convivencia en sociedad recrea en escala ampliada lo que sucede en una reunión de consorcio. Y que, de tanto en tanto, irrumpen los Quintanilla y sus miserias.

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