Reunión en San Isidro

Por Máximo Seguro

“Qué País!, ¡Qué País!, “ 

 “Yo hago ravioles, ella hace ravioles. Yo hago puchero, ella hace puchero.”(Elvira en referencia a su vecina Elisa en Esperando la Carroza)

Era jueves por la tarde. Uno de los días más fríos del último mes de junio. Tenía más intrigas que ganas de participar de una reunión de trabajo a la que me habían convocado por sugerencia de un colega.  Había que estar en la calle Gaboto al 400, en San Isidro a las 18 horas.

Como siempre trato de ser puntual, minutos después de las 17, ya estaba frente a la imponente Iglesia Catedral. Sabía por referencias que la dirección de la convocatoria era muy cerca del templo. Estacioné y crucé, casi por curiosidad, por el interior de la iglesia. Me llamó la atención el inmenso silencio. No había una sola persona aparte de mí. Y pese a mi incipiente sordera escuchaba con nitidez el ruido de mis pasos.

Salí hacia la otra calle lateral. Encontré, sentados en las escaleras, merendando importantes sándwiches de salame y compartiendo una gaseosa de litro, a dos trabajadores supuestamente de la construcción.

Presumiendo que eran del lugar, les pregunté por la calle Gaboto. Uno de ellos, sonriente, primerió la respuesta. “No tenemos la menor idea, todavía no sabemos cómo hicimos para llegar hasta aquí desde González Catán hoy a las siete de la mañana”. “Pero allí hay un cartel que parece tener un plano de la zona. Vamos a ver dijo…” y caminamos juntos hasta uno de esas pantallas que contienen información del lugar.Allí, rápidamente, ubicamos la calle Gaboto y encontramos el lugar de la reunión. Eran tres o cuatro cuadras desde ese lugar. Les agradecí y seguí hacia el lugar de la reunión.

Durante la caminata crucé por la plaza y me sorprendió la cantidad de bares muy elegantes y a esa hora repletos de gente. Como era temprano intenté tomar un café en uno de ellos.

Una joven y atenta empleada del lugar, me atendió y anotó mi nombre en una planilla que tenía en sus manos. “En cuanto se desocupe una mesa lo ubico, dijo sonriente.”  Esperando infructuosamente que esto ocurriera, seguí con atención lo que acontecía dentro del lugar. Pude observar varias escenas que me llamaron la atención. A todos los presentes se los veía felices y distendidos.

Un grupo de hombres sesentones brindaban con champagne del bueno, festejando el cumpleaños de uno de ellos. El resto de las mesas se unieron a la celebración cuando le cantaron la tradicional canción del cumpleaños feliz.

En otra mesa un grupo de mujeres vestidas de elegante sport disfrutaban la charla y reían alegremente ante las ocurrencias de una de ellas.

La mesa más ruidosa estaba integrada por un grupo de jóvenes cuya musculatura, además de su indumentaria, los delataba como jugadores de un tradicional club de rugby de la zona. Supuse que habían terminado de entrenar y reponían energía en forma proporcional a sus cajas torácicas. Deglutían unas hamburguesas gigantes, acompañadas con generosas pintas de cerveza. Confieso que al verlos y escucharlos no pude dejar de recordar episodios frecuentes de golpizas en la salida de los boliches bailables.

Cuando advertí que no habría posibilidad de tomar el café, dejé el lugar y empecé a caminar sin prisa hacia el lugar de la reunión.

No podía dejar de recordar las imágenes y las voces que había visto y escuchado. Pensaba; ¡Qué país generoso! ¡Aquí nadie trabaja!

Seguí mi camino, encontré rápidamente el lugar de reunión. Era una de esas hermosas y típicas casonas de la zona.

Vestido de traje y corbata me recibió el dueño de casa y me presentó a un grupo de inversores de acento italiano que tenían interés en invertir en nuestro país en la actividad aseguradora y les interesaba mi opinión sobre la materia.

Antes de ingresar a la sala donde se llevaría a cabo la reunión me preguntó el dueño de casa si había tenido dificultades para llegar hasta allí.

Le relaté la experiencia de los obreros que había encontrado en las escalinatas de la catedral.

Meneó su cabeza y me dijo “Que vergüenza, ya nadie respeta nada, comer en los escalones de la catedral. Seguramente habrán dejado todo sucio el lugar”

No recuerdo mucho más de la reunión. Tengo una vaga idea de la señora que oficiaba de traductora y de alguno de los supuestos inversores. Traté de responder a las variadas preguntas que me formularon y me llamó la atención que la mayoría de las inquietudes no estaban referidas al mercado de seguros sino al régimen impositivo del país y la normativa sobre lavado de dinero. Me quedó entonces la impresión que el origen de los fondos no era del todo legítimo. La reunión duró poco más de una hora. Los supuestos inversores me saludaron muy afectuosamente.  El dueño de casa me entregó un sobre con mis honorarios y me despidió también muy cordialmente.  

Emprendí entonces el regreso caminando lentamente hacia la iglesia catedral donde había dejado estacionado mi automóvil.  No podía dejar de pensar en las cosas que habían ocurrido desde mi llegada al lugar y el comentario del dueño de casa sobre los obreros y su refrigerio. Me dio la sensación que San Isidro era un lugar absolutamente lejano de mi país.

Tengo una imagen muy particular de la caminata al lugar donde estaba mi auto. Me pareció que había caminado muchas cuadras oscuras, llenas de silencio e imágenes desconocidas.

Ya en el camino de regreso sentía cierta pesadez. Pensaba que no estaba prestando atención al manejo del auto.  Y yendo por la calle Cabildo crucé la esquina de Mendoza con el semáforo en rojo.

Una agente transito hizo sonar su silbato y me indicó que detuviera la marcha. Se acercó con el rostro muy severo y expresó “Señor, no vio el semáforo, paso en rojo”; No sabía que contestarle; debí quedarme mirándola porque sin esperar más mi respuesta me preguntó: “Sr; Se siente bien..?”. Creo haberle dicho que sí, que no comprendía lo que me había ocurrido, cuando ella cambiando su actitud después de revisar la documentación mía y del vehículo me dijo. “Vaya señor, tenga mucho cuidado por favor”. Gracias, le dije un tanto avergonzado y seguí el camino de regreso hacia mi casa.

Cuando llegué, me alegré que no hubiese nadie. Me recosté, encendí el televisor y pasé por cuatro o cinco canales; en todos estaban hablando sobre el niño que había desaparecido en la provincia de Corrientes y entre otros supuestos la posibilidad que hubiera sido secuestrado con intenciones de abuso sexual.

Me quedé dormido. No se por cuánto tiempo.

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