Continuamos con la publicación de cuentos y relatos breves. Esta vez, una entrega de nuestro amigo Carlos Seguro.
Por Carlos Seguro.
En los primeros días de septiembre, la mañana tiene el perfume del anticipo de la primavera.
Sin embargo, pasadas las 7.30 de la mañana, los rostros de quienes esperan el subte de la línea D en la estación 9 de Julio con destino a Palermo tienen pocos indicios de cambio de temporada y sus camperas azules o negras siguen previendo algunos días invernales.
Llega la formación con pocos pasajeros. Apenas se abre la puerta, ingresan casi empujándose en busca de asientos.
Ana y Emiliano, que naturalmente no se conocen, son de los últimos en subir.
Ella, de la que se adivina un hermoso rostro escondido dentro de la capucha de su campera, se sienta en uno de los asientos para dos en el extremo del vagón. Acomoda un guardapolvo blanco sobre sus rodillas y un par de carpetas prolijamente forradas en colorido papel con una etiqueta en la que puede leerse: “A.C. Acevedo”.
Emiliano, que luce de igual edad que ella, alrededor de 25 años, la observa con atención y se sienta a su lado.
Ella lo ve, pero casi no lo registra.
Él la mira fijamente durante algunos segundos, hasta que muy serio le dice: “¿Querés casarte conmigo?”
Ana, sorprendida, esconde una carcajada, tapándose la boca con sus manos y sus carpetas.
Emiliano la mira sin reírse: “Yo te hice una propuesta con absoluta seriedad y recibo como respuesta de tu parte una carcajada”.
Ella reacciona con otra carcajada de menor intensidad: “Disculpame… pero me pareció muy gracioso”.
“Mirá Ana, yo no puedo pretender una respuesta inmediata a mi propuesta, pero de ninguna manera me parece de buena educación una carcajada”, le dice Emiliano.
Tratando de contener otra carcajada, ella le pregunta: “¿Cómo sabés que me llamo Ana?”
“La A no puede ser de otro nombre que no sea Ana, propio de una mujer hermosa e inteligente. La C puede ser de Cecilia o Celia, pero no me importa demasiado – explica Emiliano- También vi en la etiqueta de tu carpeta tu apellido, Acevedo, me sorprende tu origen judío. Eso no lo pensé y, de todas maneras, resulta absolutamente indiferente en relación con mi propuesta”.
“No. No creo ser de origen judío, lo del origen judío del apellido Acevedo son inventos de Borges. De todas formas, nunca me interesó demasiado el tema, no practico ninguna religión”, contesta Ana. Y con cara más seria, trata de cerrar el episodio: “Bueno, dejemos las cosas como están, te pido disculpas si mi carcajada te sorprendió, pero fue la respuesta natural a tu graciosa propuesta”.
-No fue una broma, Ana. Cuando te vi fue algo que surgió naturalmente de lo más…
-Bueno…vamos poniendo fin a esta historia, fue un gusto conocerte…
Cuando el subte llega a la estación Facultad de Medicina, Ana se incorpora y casi simultáneamente él también.
Algo molesta, ella le dice: “Ah, bueno… ¿también te vas a bajar en Facultad?… Estudiás…
Él la interrumpe y, muy seriamente, afirma: “Me llamo Fernando, pero todos me conocen por mi segundo nombre, Emiliano. Ya terminé mi carrera. Soy graduado en Economía. Me bajo en Facultad porque tengo que ir a firmar unos papeles a una editorial de la zona. Espero que no pienses que debería seguir algunas estaciones más para que no me consideres un estúpido acosador”.
“Te pido disculpas, pero ponete en mi lugar…”, le contesta Ana.
Suben juntos la escalera de la salida a Córdoba. Al llegar a la calle, ambos sonríen y Ana se dirige hacia Junín.
Emiliano toma el mismo camino y le asegura con una sonrisa: “Juro que no te estoy siguiendo…”
Cruzan Córdoba y se dirigen a cruzar Junín. Ana, un tanto apurada, baja de la vereda y una moto de “Pedidos Ya” no la atropella porque Emiliano la lleva delicadamente hacia él. Gracias, expresa Ana. Ambos sonríen, cruzan y caminan por Junín hacía Paraguay.
Cuando llegan a la Librería Editorial Universitaria, Ana se despide: “Bueno, hasta aquí llegó nuestro encuentro, voy a entrar a comprar una publicación”.
“Lamento informarte que este es el lugar al que me dirigía a firmar unos contratos”, le responde Emiliano.
Ana lo mira algo incrédula girando su cabeza y los dos ingresan al local.
Apenas entran, un joven empleado se dirige a Emiliano: “Hola profe. ¿Viene a firmar los contratos? Hubo que rehacerlos dos veces. Vino un pedido importante de la sucursal Córdoba y otro de La Plata, pero la sorpresa llegó hace un rato de Londres, nos piden condiciones para traducir la obra. El dueño quiere verlo y me dijo que no se vaya, que quiere hablar con usted”.
Ante la sorprendida mirada de Ana, que ya había comprado sus dos fascículos, Emiliano señala: “No. No tomen más pedidos. Estoy escribiendo algunas aclaraciones importantes para sostener las afirmaciones en forma mucho más clara”.
“Siga adelante profe con los agregados que quiera -interrumpe el empleado-, pero no le puedo garantizar que no tomemos más pedidos. El dueño jamás tomaría una decisión de ese tipo. Pero si tiene nuevo material, en un rato háblelo con él”.
Emiliano busca a Ana con la mirada: “¿Te diste cuenta Ana que soy una persona casi normal?
Ana sonríe y le pregunta: ¿Qué es eso tan importante que escribiste, Emiliano? Ese era tu nombre, ¿no?
“Nada con demasiado valor. Es un pequeño trabajo sobre la teoría de Keynes en el que trato de poner en valor los profundos conocimientos de este autor y su profecía sobre el comportamiento global que exhibe el mundo hoy, tal como lo expone Pikety, uno de los autores modernos más difundidos…-responde- Pero…¿qué tiene que ver esto con mi propuesta…
“Nada Emiliano. Dejemos la propuesta para otro momento, -lo interrumpe Ana intentando una expresión entre fastidio y comprensión- si vos dejás de divertirte con tu absurda propuesta, podríamos en algún momento tomar un café, tengo la sensación por algunos de tus comentarios que podríamos hablar de algunos temas, por ejemplo, del origen judío del apellido Acevedo, cosa que en mi familia forma parte de una dilatada discusión”.
“Sí, ahora mismo es el momento indicado”, se entusiasma Emiliano con encantadora sonrisa.
“Ja Ja… tengo que ir a la Facultad por unos trámites. Mañana jueves tengo que andar por el centro. Si te parece bien, tomamos un café tipo 11 en La Ópera”, propone Ana.
– ¿No te parece muy careta La Ópera? ¿Conocés La Academia, en Callao casi Corrientes?
-Sí. Claro. Me encanta el lugar…
Sin dudas, el lugar del encuentro pensado por Emiliano produjo en Ana alguna sensación de que tenían algo en común.
La sonrisa de Emiliano ahora es de extrema amplitud. “No me falles, mañana a las 11 nos vemos”, le dice. Y se despiden con un beso en la mejilla.
Ana sale del local y camina hacia Paraguay, pensando “qué personaje se me cruzó”. Inmediatamente, se arrepiente de haber arreglado el café. Evalúa volver a la editorial a poner cualquier excusa para anular la cita, pero no encuentra ningún argumento valedero y se hace tarde para su trámite en la Facultad.
Por la noche, Ana se ríe con Romina, su hermana y perpetua confidente, al recordar el episodio de esa mañana. “Me parece que no voy a ir, no puedo entender cómo se me ocurrió semejante encuentro”, señala.
“Yo tampoco lo puedo entender, vos que te pasás rechazando propuestas de todos los tipos que te cortejan, aceptás tomar un café con un desconocido que está mal de la cabeza o es un piola que encontró la fórmula ideal para levantarse minas”, opina Romina.
Se van a dormir con la promesa de volver a charlar sobre el tema en la mañana siguiente. A eso de las 8, se encuentran desayunando como era su costumbre.
Ya decidida a ir a La Academia, Ana le comenta a Romina que había pensado que de entrada le plantearía a Emiliano que si insistía con su absurda propuesta ella pondría fin a la reunión, porque además la palabra casamiento le resultaba casi como una forma de posesión que ella rechazaba profundamente.
El desayuno sigue y se distraen con otros temas. De repente, Ana le pregunta a Romina cómo cree que debe ir vestida al encuentro.
– Hermanita querida, ¿qué te pasa? ¿Tanto te movió el piso el economista del subte? Andá vestida de Ana, como siempre, jean no muy ajustado, camisa y chaleco o campera.
– Sí Romi, tenés razón. Me siento muy rara por haber provocado esta reunión, pero bueno ya está.
Ana se viste con el clásico jean azul, camisa blanca y un chaleco de algodón. Lleva su desgastada mochila roja y zapatillas de marca desconocida.
Calcula el tiempo para llegar a La Academia minutos después de las 11.
El colectivo la deja a las 10.50 en Corrientes y Callao. Ella descarta su estrategia horaria y se dirige resueltamente hacia el bar.
En cuanto ingresa al local, uno de los mozos, Aníbal, la reconoce: “Hola Ana, tanto tiempo, ¿cómo estás? ¿Qué pasa que no venís por acá con tus amigos?
“Lo que ocurre es que jugar al pool no ayuda a recibirse y decidimos terminar la carrera…desde hace dos años no paramos de dar materias y al fin lo hemos logrado, yo ya estoy haciendo la residencia…”, responde Ana mientras recorre con su vista el salón y advierte la ausencia de Emiliano.
-¿Café doble apenas cortado? ¿Cómo siempre?
– Sí. Con dos medialunas saladas…
Ana se sienta en una de las mesas que mira hacia la entrada. Toma unos apuntes de su mochila, un resaltador y se dispone a subrayarlos con atención.
Cuando ve que son las 11 y 5 pasadas, se empieza a inquietar. “Si este loco no estaba media hora antes de las 11 es porque no va a venir”, piensa.
Trata de concentrarse en los apuntes y lo logra solo de a ratos. A las 11 y 25 se convence de que el extraño personaje no va a ir. Se siente una estúpida. Cerca de las 12, saluda a Aníbal, a la encargada de la caja y sale apresurada del local.
La invade una extraña sensación. Por un lado, siente alivio. “Suerte que este tipo no tiene ninguna información, ni siquiera mi teléfono para que no me joda más”, reflexiona.
A la vez está desorientada: Decide ir a la residencia a pesar de que era su día franco.
Piensa en llamar a Romina, pero se acuerda de que por la tarde tenía un examen y que se iba a reunir con compañeros para estudiar.
Romina la llama después del examen en el que había logrado un distinguido y quedan en verse a la noche.
“Festejemos tu examen, del loco del casamiento no quiero hablar nunca más, me siento una pelotuda importante”, dice Ana antes de cenar.
El calor de noviembre se hace sentir en las calles de Buenos Aires. Ana tiene que volver a la editorial de la calle Junín para comprar unos fascículos. No puede evitar recordar el episodio con el economista. En realidad, fueron varias las ocasiones en las que aquel encuentro volvió a su cabeza durante meses.
Después de ser atendida por un amable vendedor, ya con sus fascículos en mano, Ana es sorprendida por otro empleado: “Perdón, discúlpame, ¿vos te llamás Ana Acevedo, no?
– Bueno, me llamo Ana Castro Acevedo, pero sí soy yo…
-Te recordaba del día que viniste con el Licenciado Fernando Cáceres, bueno más conocido en la casa como Emiliano, un amigazo. Tengo dos cartas para vos. No sé si sabés de su accidente. Después de una reunión con el dueño de la editorial, si no me equivoco, precisamente el día que vinieron juntos, salió y en la puerta lo atropelló una moto, estuvo unos cuantos días internado, pero ya está totalmente recuperado. Además de los días que viene por sus publicaciones, una o dos veces por semana pasa a preguntar si pasaste a retirar sus cartas.”
Ana toma las cartas dirigidas a Ana C. Acevedo, sin exhibir mucho entusiasmo. Las guarda en el bolsillo de su mochila, le agradece al empleado y sale con aparente naturalidad del local, a pesar de sentir su pulso evidentemente acelerado.
Entra al primer bar que encuentra, en la calle Paraguay. Pide un café doble apenas cortado y elige la que supone que sería la primera de las cartas de Emiliano. En esas líneas, Emiliano le pedía mil disculpas por no haber concurrido a la cita en La Academia y le contaba de su accidente. Le confesaba que estaba muy angustiado por no tener forma de comunicarse con ella, pero que estaba seguro de que ella pasaría a buscar noticias suyas por la editorial. Por último, le dejaba su teléfono escrito en caracteres gigantes.
En la segunda carta, un tanto más extensa, le reiteraba sus disculpas. Le contaba que había ido a La Academia y que Aníbal, el mozo, le había confirmado que ella había estado días atrás durante algo más de una hora, pero que no tenía otros datos más allá de que era una estudiante de Medicina que estaba a punto de recibirse. Y que esto lo impulsó a averiguar dentro de la Facultad, donde se encontró con la sorpresa de que no existía ninguna estudiante con el nombre de Ana Acevedo. Le pedía por favor que no dejara de llamarlo al número que repetía de la primera carta y hasta le prometía no reiterar su propuesta de casamiento.
Ana se siente más confundida que nunca. Descubre que Emiliano le despierta cierta sensación de ternura. Piensa en llamarlo en ese momento, pero siente casi la obligación de conversarlo antes con Romina, con quien frecuentemente recordaban el episodio del encuentro en el subte y el plantón en La Academia.
Ana relee las cartas varias veces, tratando de descubrir vaya a saber qué…
A la noche, después de contarle a Romina el capítulo inesperado, su hermana le aconseja que lo llame, pero que trate de evitar engancharse con el personaje
Ya en su habitación, Ana marca el número de Emiliano, tratando de simular estar muy tranquila. Va a explicarle que lo llama fundamentalmente para saber del accidente y sobre su estado de salud.
“Hola, Ana, por fin…¿cómo estás?”, exclama Emiliano.
Él le resume el episodio del accidente, que considera totalmente superado. Le cuenta que está dando clases en la Facultad y que piensa en ella todos los días.
Ana le aclara que su apellido es Castro, el de su padre, y que ella en modo de broma lo excluye de las etiquetas de sus carpetas porque él había hecho todo lo posible para que estudiara Derecho para sucederlo en su estudio jurídico, y que por esa razón no la iba a poder ubicar en los registros de la Facultad.
Después de tocar muchos temas más, Emiliano le ruega que se encuentren a la mañana siguiente.
Ana le dice que ella debía estar a las 7.30 en la estación de subte de 9 de Julio y que tal vez, como en aquella oportunidad, podrían encontrarse “de casualidad”.
A la mañana siguiente, Ana cruza el molinete de ingreso al andén casi exactamente a la hora convenida. Emiliano, que se encontraba allí desde hacía largo rato, la recibe con un abrazo de largos segundos.
Cuando llega la formación, ambos entran y se dirigen, como habiéndolo convenido, al asiento de dos.
Conversan con interés. Primero habla Emiliano y Ana asiente con su cabeza. Después lo hace Ana. Él la escucha con extrema atención y de pronto la interrumpe con algún comentario, palabras que provocan sonoras carcajadas de los dos.
En un momento, ambos se incorporan y salen del subte a la calle Córdoba, habían llegado a la ESTACIÓN FACULTAD DE MEDICINA.