EL AUTO, LA EMPRESA Y EL ROTTWEILER

Cuando entran a fallar… (Nota VIII)

Especial para El Seguro en acción

burgosSeguimos con el análisis del tratamiento de la responsabilidad en el nuevo Código Civil y Comercial, que regirá a partir de agosto. Dentro de poco más de un mes cambia todo el esquema de regulación. Hoy anotaremos algunos supuestos de “responsabilidades especiales”, desde la regulación insuficiente de las actividades peligrosas, hasta la amenaza del caniche toy.

Una cuestión de interpretación

El título de esta columna parece aludir al acuerdo de división de bienes en un divorcio vincular. No hace demasiado tiempo llegó a los medios de comunicación el caso de un marido despechado al que su ex cónyuge le reclamaba “la mitad de todo”, y que tomándose muy en serio el asunto, recurrió a una motosierra. Todos deseamos, entonces, que la pareja no hubiera tenido un perro.

Las apariencias, se sabe, suelen engañar; a nada de eso vamos a dedicarnos aquí. Sin embargo, me pareció importante recordar el caso en cuestión, en cuanto configura un ejemplo inmejorable para insistir sobre la diferencia entre los bienes materiales -las “cosas” materialmente divisibles-, y los bienes jurídicos -que pueden, o no, referirse a ellos-.

Y en una diferenciación ulterior, para intentar apreciar la distancia entre el patrimonio jurídico como unidad conceptual que es “el todo” jurídicamente divisible en el supuesto de disolución de una sociedad, sea conyugal o no-, y los bienes -materiales e inmateriales- que lo integran.

Toda imposición jurídica trasluce una interpretación –sea de parte del legislador o de quienes tienen la potestad de juzgar-, de aquello que la sociedad tiene por Justicia. Y según sean los modos en que esa tarea se realice, el Derecho será, o no, creíble. Un Derecho que se percibe injusto es, en muchos casos, una invitación a tomar las motosierras.

El Derecho no es la Justicia; la Justicia no es realizable

Aquí hay que tener en cuenta una diferencia clave, para saber de qué estamos intentando hablar -aunque no siempre los legisladores y los jueces lo tengan presente-: la Justicia es, siempre, una idea; el Derecho se despliega en base a conceptos.

A grandes rasgos, los conceptos son los instrumentos lógicos que sirven para delimitar una idea y adecuarla a una situación concreta. No son las cosas en sí -recordemos el ejemplo; el patrimonio jurídico como unidad conceptual no es asimilable al conjunto de los bienes materiales e inmateriales que lo integran-, y tampoco son las abstracciones puras que intentan adecuar a ellas. Permiten pensar lo real; cumplen una función de intermediación y acercamiento entre ambos extremos.

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Lo anticipamos: cuando el Derecho fracasa en esa tarea y se percibe como disfuncional -es decir, como una interpretación no válida de lo que la sociedad considera justo-, los caminos hacia la motosierra suelen no ser tan imprevisibles como pareciera. Por eso, en una imposición normativa, resultan tan importantes -y desde esta columna venimos insistiendo tanto sobre eso-, el manejo correcto de los recursos lingüísticos y la claridad conceptual respecto a lo que se intenta decir. Veamos si, en los temas que hoy nos ocupan, el Código unificado puede reivindicar esos atributos como propios. O no.

Las actividades riesgosas (¿qué actividades riesgosas?)

El artículo que trata este “supuesto específicos de responsabilidad” siguiendo exactamente la terminología del Código-´, es el 1757, que textualmente dice:

“ARTÍCULO 1757.-Hecho de las cosas y actividades riesgosas. Toda persona responde por el daño causado por el riesgo o vicio de las cosas, o de las actividades que sean riesgosas o peligrosas por su naturaleza, por los medios empleados o por las circunstancias de su realización.

La responsabilidad es objetiva. No son eximentes la autorización administrativa para el uso de la cosa o la realización de la actividad, ni el cumplimiento de las técnicas de prevención”.

Más allá de la referencia inicial al riesgo o vicio de las cosas -que como veremos, no cambia demasiado respecto a lo que hoy rige-, lo primero, que hay que considerar aquí es la consagración normativa del supuesto de actividades riesgosas.

Dice la ley: (…) una actividad puede ser riesgosa o peligrosa por su naturaleza, por los medios que se emplean en su desarrollo o por las circunstancias de su realización. Y en esa expresión establece tres categorías diferenciables de actividades de (o con) peligro.

La determinación es clara: basta uno solo de esos elementos (su “naturaleza”; los medios que en ella se emplean o las circunstancias en las que se realiza), para que una actividad resulte igualmente comprendida en este supuesto de responsabilidad calificada.

Pero, ¿qué es -o qué sería para el Código, en todo caso-, una actividad riesgosa?

Básicamente, podríamos decir que una actividad peligrosa o riesgosa es aquella que, aun ejecutada conforme a las exigencias de su ciencia o arte, de forma correcta o adecuada, resulta apta para causar daños.

Podemos incluso arriesgar ejemplos claros de actividades riesgosas o peligrosas por naturaleza (la difusión de datos sensibles de las personas), por los medios que en ella se emplean (la venta de combustible), o de las circunstancias (la organización de recitales públicos).

Sin embargo, siendo una tarea de interpretación que se despliega en base a conceptos, los problemas de adecuación del Derecho a la justicia, no se presentan en los supuestos claros, sino en aquellos que pueden dar lugar a la adopción de una u otra perspectiva. La credibilidad de un sistema jurídico no se juega en sus blancos o en sus negros, sino en el tratamiento de sus zonas grises.

La loable intención del esquema, las concesiones inadmisibles del texto

Nadie dudaría, en principio, de que los ejemplos apuntados constituirían “actividades riesgosas o peligrosas” pero, ¿cuáles otras actividades se incluyen en este concepto y bajo qué parámetros? La ley no lo dice y eso, por lo tanto, será materia de interpretación judicial.

La responsabilidad por este tipo de actividades, de acuerdo a lo que sigue estableciendo el mismo artículo, es “objetiva” -es decir que basta la prueba del daño y su relación con la actividad, no siendo necesario invocar la culpa del responsable para hacer nacer el deber de reparar-, y no se exime por la autorización administrativa para el desarrollo de la actividad, ni por el cumplimento de las técnicas de prevención.

Es lógico: en un esquema de reparación integral -que es bien distinto a uno de responsabilidad civil, según hemos desarrollado en columnas anteriores-, todo daño atribuible debe ser íntegramente resarcido, independientemente de que la conducta de quien lo ha causado haya sido en todo acorde a derecho.

Por más que el texto del Código no se haya animado a eliminarla, en esta perspectiva, el requisito de antijuridicidad (el comportamiento contrario a derecho en la conducta de quien causa un daño), desaparece por completo.

La responsabilidad “objetiva” de quien toma a su cargo el desarrollo de una actividad de riesgo o peligro, no se excluye tampoco por la aceptación del peligro que haya expresado la persona dañada, involucrada en esa actividad. En esto, la autonomía de la voluntad no cuenta. La reparación integral del daño es, para este texto normativo, un principio de orden público.

Sin embargo, el mismo texto normativo sorprende cuando en un inciso ajeno a toda metodología, agregado al artículo anterior a éste (inciso 3, del artículo 1756, que trata la responsabilidad de los padres), excluye de esta responsabilidad objetiva a una de las actividades más visiblemente riesgosas o peligrosas, expandidas en el espacio de interrelación social: la internación en centros de salud.

Para los hospitales, geriátricos sanatorios, clínicas con internación y demás, la atribución de responsabilidad sigue siendo por factor de atribución subjetivo -es decir, que debe demostrarse la culpa del agente a cargo del paciente internado-, y el consentimiento informado sigue teniendo -más allá de que sólo se trate de un tipo particular de aceptación del riesgo-, plena validez.

Semejante renunciamiento a un principio de reparación integral que en otras actividades, incluso menos sensibles, se tiene como de orden público, resulta francamente incomprensible. Y por muchas acrobacias argumentales que se intenten al respecto, deviene como una concesión imposible de admitir.

Una tarea pendiente

Otro problema a considerar es que, al menos hasta que exista una jurisprudencia consolidada sobre la cuestión específica, quien se disponga a desplegar una actividad cualquiera, no podrá saber, a ciencia cierta, cuáles son las responsabilidades que asume o asumiría en esa tarea.

Ello, en tanto será el juzgador quien, en todo caso, frente a un eventual reclamo de daños determinará el carácter peligroso, o no, de la actividad una vez que ya se esté ejerciendo. Y dañe.

Sería interesante aquí, que las autoridades administrativas elaboren un catálogo de actividades de peligro y en las autorizaciones que expiden para su realización, aclaren expresamente que las mismas no excluyen el deber de responder.

De cualquier modo quedaría aún así por resolver, qué hacer con las actividades espontáneas, que no requieren autorización alguna para su realización y cuyos responsables cargarían con la incertidumbre de desconocer el derecho en el que se inscriben al realizarlas.

Entiendo que la intervención de las compañías aseguradoras en la necesaria corrección de este “vacío legal” resultaría extremadamente deseable. Ellas son, sin dudas, quienes en mejores condiciones están para evaluar el riesgo que administran.

El riesgo o vicio propio de las cosas (y la concurrencia, ¿qué es la concurrencia?)

En cuanto a la responsabilidad por riesgo o vicio de la cosa (especificada en el artículo 1.758) las responsabilidades del dueño y el guardián jurídico, no cambian sustancialmente; salvo un muy importante detalle: lo que desde agosto excluirá esa responsabilidad no será la culpa sino el hecho de la víctima. Ya hemos hablado de esto en entregas anteriores y a su lectura nos remitimos.

Coherente con sus incoherencias abundantes, el texto normativo establece un tipo de responsabilidad que no define: “son responsables concurrentes” dice, pero en ningún lado aclara los límites de esa concurrencia.

El pitbull y el chihuahua

El espacio se nos está terminando. No obstante, no queremos concluir estas breves anotaciones, sin al menos una referencia mínima al artículo 1.759.

ARTICULO 1759.-Daño causado por animales. El daño causado por animales, cualquiera sea su especie, queda comprendido en el artículo 1757.”

No se sabe muy bien si esta asimilación textual tiene que ver con el hecho de considerar a los animales como cosas riesgosas o viciosas (esperemos que no), o si tener un animal sería, para los codificadores, una actividad de (o con) riesgo o peligro -aunque la simple tenencia no implica el desarrollo de ninguna actividad, claro-. No surge del texto.

Sin embargo, como sea, lo concreto es que aquí es donde tenemos que hablar del rottweiler -los casos en los que estos perros atacan a las personas se multiplican y la responsabilidad de sus dueños es inexcusable y “objetiva”-, pero también del caniche toy.

Tratándose de animales, el Código no discrimina. Para él, uno y otro son igualmente peligrosos. Habría que ir avisándole a Susana: caniche rompe, dueña paga.

Dr. Osvaldo R. Burgos

Abogado

osvaldo@burgos-abogados.com.ar

www.derechodelseguro.com.ar

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