La indemnización del artículo 1.738 ¿es un chino?
Cuando entran a fallar… (Nota XXXI)
Especial para El Seguro en acción
Como dijimos ya varias veces en esta columna -dedicando incluso una entrega específica al tema, allá por junio del 2015-, desde la vigencia del Código Civil y Comercial Unificado, el daño moral es un rubro indemnizatorio que ha sido reemplazado, ha caído en desuso, se ha sustituido por un elenco de conceptos específicos que intentan abarcar, en la determinación del resarcimiento, el universo total de los intereses jurídicos de las personas, más allá de sus afecciones patrimoniales.
A los jueces y a los abogados nos cuesta acostumbrarnos a semejante cambio, claro. Fueron tantos años de convivencia con el daño moral, que la incoherencia notoria que el concepto expresa (¿qué clase de moralidad es la que puede ser dañada?), ya casi nos pasaba desapercibida y, la verdad, es que no nos importaba demasiado.
Al fin de cuentas, por más que algunos se empeñen en proclamar el insostenible carácter científico del derecho, el habla jurídica no es un habla técnica -en la que a cada vocablo o significante le correspondería un único significado, claramente delimitable-, sino más bien un habla coloquial que ocasionalmente incurre en ciertos tecnicismos necesarios. Y las hablas coloquiales son, por definición, convencionales, mutantes: si todos convenimos, por ejemplo, en que la expresión “alto chino” no refiere al oriental ex basquetbolista de la NBA Yao Ming, de 2,29 mts. de altura, sino a una gran complicación, a un gran enredo o problema, pues así será para nosotros.
Lo que sucede es que los altos chinos de la coloquialidad en el territorio jurídico -y refiero, otra vez, a los enredos de significantes, no al legendario pivote de los Houston Rockets-, terminan por hacernos decir o entender cualquier cosa. Y ahí la cuestión se complica.
El daño moral fue, en sus inicios, la distorsión de una noción de derecho canónico, el agravio moral, que los juristas franceses de principios del siglo XIX, adoptaron exigiendo su reparación excepcional, cuando la conducta del responsable de la acción u omisión dañosa se tenía por particularmente reprochable. Era un plus, un adicional, una excepción fundada del esquema reparatorio centrado en el daño patrimonial, y en general limitado a él. Así fue en nuestro país hasta la reforma del Código Civil firmada por Borda en el año 1968.
Pero desde allí, a partir de que los factores de atribución admitieron incluso la objetividad del riesgo o vicio de la cosa -esto es, la imposición de un deber de resarcir el daño, sin necesidad de acreditar la conducta culposa del responsable-, la obligación de indemnizar el daño moral se generalizó. Y por obra de la jurisprudencia fue, además, expandiéndose desde su contenido original de angustia, aflicción o pena -consecuencias lógicas del agravio moral canónico-, hasta la pretensión de abarcar cualquier menoscabo no patrimonial resarcible. La especie usurpó así el lugar del género, el significado del concepto se infló y, sin perder autoridad profesional ni dejar de impostar la voz para denotar sabiduría, llegamos a hablar de “daño moral objetivo” y “daño moral subjetivo”, como si hubiera sujetos sin moralidad, o como si pudieran existir los objetos morales.
Alto, altísimo chino que el Código Unificado se propone desenredar con las disposiciones de su artículo 1.738. La idea de hoy es ampliar aquella columna de hace más de un año, y analizar de qué manera lo hace, intentando pensar cuál sería o debiera ser el contenido resarcible de los nuevos rubros legales que integran la indemnización por daños. Yao Ming se retiró y algunos amantes del básquet o seguidores de los Rockets podrán tal vez lamentar eso; al daño moral lo retiraron. Y eso, como venimos diciendo desde hace tiempo, nadie en su sano juicio debiera lamentarlo.
1. EL ARTÍCULO
Repasemos. El artículo sobre el que estamos hablando se despliega de acuerdo a las siguientes prescripciones textuales: “Artículo 1.738.- Indemnización. La indemnización comprende la pérdida o disminución del patrimonio de la víctima, el lucro cesante en el beneficio económico esperado de acuerdo a la probabilidad objetiva de su obtención y la pérdida de chances. Incluye especialmente las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resultan de la interferencia en su proyecto de vida”.
2. EL CAMBIO DE FOCALIZACIÓN
Vamos a ser claros: para lograr un mínimo de credibilidad que aliente el compromiso de su cumplimiento por parte de la sociedad a la que intenta regir, la ley debe representar de manera verosímil la noción común de justicia desde la que esa sociedad se estructura, se despliega, funciona. Cuando se hace evidente el desfasaje entre aquello que la sociedad tiene por justo y los modos en los que la ley regula las conductas y permite resolver los conflictos, la percepción compartida es la de que no hay justicia. Y cuando no hay justicia, la fuerza de ley se subvierte en la ley de la fuerza. Sálvese quien pueda.
La justicia es una noción irrealizable, siempre inacabada, siempre por venir. Es una idea, no un concepto, y las ideas no son materializables en su plenitud. Siempre una ley pudo haber sido más justa, siempre una sentencia pudo haber sido más legítima. Eso es, justamente, lo que posibilita el avance, lo que evita el estancamiento, la detención, la cristalización de la sociedad a un momento dado. No hay un equilibrio definitivo, no hay un estado ideal en el que detenerse, siempre hay deficiencias, faltantes, silencios sobre los que avanzar. El espacio de injusticia es inconmensurable y sólo se avanza sobre las más intolerables, las más obscenas de sus manifestaciones, para exponer otras igualmente intolerables y obscenas que permanecían ocultas tras ellas.
Así, en cada momento histórico que se considere, hay necesidades y exigencias impostergables. Hace siglos, la necesidad de preservar el ordenamiento patrimonial implicaba la exigencia urgente de sancionar al responsable de su alteración. Esa es, en última instancia, la pretensión de la responsabilidad civil. El derecho penal signaba los cuerpos; el derecho civil se inscribía en la defensa de los patrimonios. En casos excepcionales, uno y otro podrían avanzar sobre el espacio ajeno, sin que eso alterara demasiado sus definiciones; el derecho penal podía imponer una multa pecuniaria; el derecho civil podía obligar a la reparación del agravio moral. Pero la obligación de responder, sea bajo uno u otro sistema, era impensable sin acreditación de culpa.
A medida que el respeto a los patrimonios fue consolidándose, nuestra sociedad entendió que era necesario proteger la vida de las personas, más allá de las disposiciones penales, y aun en aquellos innumerables supuestos en los que no puede determinarse un culpable. El foco del derecho civil fue trasladándose así, paulatina e incesantemente, desde la atribución de responsabilidad hacia la exigencia de resarcimiento y, luego, al afán de prevención. Si vivimos en sociedad es para no convivir con los daños, para evitarlos cuando fuere posible y para minimizar las consecuencias de su manifestación, cuando resultan inevitables. Llegamos entonces en 1968, a la generalización de la reparación de los daños no patrimoniales y al concepto de responsabilidad por riesgo creado, derivado del vicio o el riesgo de la cosa que daña.
Quedaba, sin embargo -siempre queda- un residual de impunidad, un espacio de daños no resarcidos a los que el forzamiento y la inflación de los conceptos disponibles no lograban abarcar, no conseguían representar adecuadamente, no permitían pensar y delimitar de forma clara, pese a las buenas intenciones de los juzgadores. Se intentaba garantizar la reparación integral de las personas, con la adaptación de los instrumentos propios de un esquema de responsabilidad civil pensada para la protección de los patrimonios. Pero un tenedor, por más que se lo adapte, no sirve para hacer una casa. Y el solo hecho de intentarlo, es meterse en un chino más alto que Yao Ming. Por eso la urgencia del cambio de lenguaje y de instrumentos reparatorios. Veamos.
3. DAÑO EMERGENTE, LUCRO CESANTE Y PÉRDIDA DE CHANCES
Sobre estos conceptos ya hemos hablado en aquella nota de junio de 2015, a la que remitimos de manera expresa.
No revisten ninguna dificultad adicional: son los rubros tradicionales ya previstos por Vélez, que dividen las posibilidades de afección patrimonial, según el distinto grado de sus conjeturas.
En primera instancia, la determinación del daño sin la necesidad de recurrir a ninguna operación distinta a su mera cuantificación, que de cualquier forma, es siempre conjetural y sometida a la discreción de quien cuantifica. Luego, su medida en función de la proyección al futuro de lo ocurrido en el pasado inmediato, conjeturado como un estado lógico y razonable de las cosas, que debe tenerse por indubitable y cierto, para la hipótesis frustrada de que el daño que lo interrumpió no ocurriera. Por fin, la privación de una probabilidad cierta y existente en su carácter de tal, cuantificable porcentualmente según la hipótesis improbada de su concreción efectiva.
No siempre hay un daño de chance perdida, como no siempre hay un daño de lucro cesante. No obstante, hay supuestos como los de responsabilidad profesional de los abogados y otros profesionales, en los que la pérdida de chance asume el carácter de rubro indemnizatorio típico. La probabilidad dependerá del porcentual estimable de éxito, que la acción u omisión dañosa del responsable acabó por negar.
Así también, la muerte de un hijo acarrea la razonable pérdida de chance de asistencia económica en la vejez para sus padres. Y, más allá de todos los otros rubros, la muerte de un padre ocasiona para un menor la pérdida de chance de asistencia económica en su juventud y primera adultez. Ambos supuestos son indubitables.
4. LA CONSECUENCIALIDAD DE LAS INCLUSIONES ESPECIALES
No obstante, la idea clave de este espacio es extendernos sobre el conjunto de los rubros específicos que sustituyen al daño moral, más allá de que no se trate de una sustitución directa en cuanto el cambio de focalización acarrea necesariamente una variación en los esquemas de resarcimiento. Ya no es el patrimonio el eje central de la apreciación y aprehensión de los daños, sino la persona en su integridad, en su plenitud, de la cual el patrimonio es apenas una de las facetas.
Luego de asentar el daño emergente, el lucro cesante y la pérdida de chance, el artículo dice: “incluye especialmente las consecuencias… (y continúa su enumeración)”. La pregunta parece por demás obvia: ¿qué es lo que quisieron remarcar, destacar, hacer valer los codificadores con este “especialmente”?
Ni más ni menos que la certeza de que los daños a la persona pueden tener consecuencias patrimoniales, o no; pero eso no es lo importante aquí. Los bienes jurídicos afectados valen de igual forma, proyecten su menoscabo dentro del patrimonio o fuera de él.
En la mencionada nota de junio de 2015 intenté proponer un esquema ordenado de reparación que es, a grandes rasgos, el esquema con el que trabajo desde mucho tiempo antes de la redacción del nuevo Código y el que, a través de algunas publicaciones que les sirvieron de bibliografía, pudo ser considerado por los codificadores al momento de resolver los rubros autónomos y los rubros resarcibles del texto legal. Para quien le interese, repasarlo tal vez pueda ser un buen ejercicio.
Lo que me importa hoy es detenerme en la consecuencialidad desde la que deben apreciarse las incidencias menoscabantes de las acciones u omisiones dañosas. Para el Código, puede haber una violación de los derechos personalísimos o de la integridad personal, por ejemplo, pero si es inconsecuente, por más que sea reprochable, no es resarcible.
Lo que se indemniza son las consecuencias. Y ese posicionamiento jurídico tiene su lógica, siendo que un esquema de reparación integral prescinde, en principio, de la calificación de conducta del dañante y se focaliza en garantizar la posibilidad del dañado de seguir con su vida, si no hay consecuencias no hay daño, y no corresponde el resarcimiento.
5. VIOLACIÓN DE LOS DERECHOS PERSONALÍSIMOS DE LA VÍCTIMA
¿Cuáles son los derechos personalísimos? La definición habitual es genérica: refiere a todos los derechos inescindibles del sujeto, propios de su condición de tal, aquellos de los que si fuera privado dejaría de ser quien es.
Irrefutablemente, la vida, la libertad, el nombre propio. Luego, un elenco de bienes jurídicos que va creciendo con el tiempo y que depende de la posición doctrinaria, más o menos amplia, de los autores que lo sostienen. La discusión es larga. Sin embargo, el mismo Código Unificado ofrece las pautas para su determinación inequívoca en el contexto que nos interesa.
La persona humana es inviolable, dice el artículo 51. Y, agrega, “en cualquier circunstancia tiene derecho al reconocimiento y respeto de su dignidad”. La dignidad es, entonces, un derecho personalísimo en nuestro país, para todos y por todos ejercible, más allá de las circunstancias en que a cada uno le toque afrontar la vida. Y es cuando nos detenemos en la condición “especial” de la consideración de sus consecuencias, impuesta por el artículo 1.738, que empezamos a entender -o más bien a entrever en su carácter de inaceptable-, uno de los posibles motivos de la inaplicabilidad al Estado de las normas del Código, establecida por el artículo 1.764.
SI LA DIGNIDAD ES UN DERECHO PERSONALÍSIMO Y LAS CONSECUENCIAS DE SU VIOLACIÓN DEBEN SER ESPECIALMENTE CONSIDERADAS AL MOMENTO DE RESARCIR LOS DAÑOS, QUIEN NO TIENE ACCESO A LA POSIBILIDAD DE UNA VIDA DIGNA PODRÍA, DE ACUERDO CON EL MISMO TEXTO LEGAL, RECLAMAR AL ESTADO LAS CONSECUENCIAS DE ESA PRIVACIÓN A LA QUE LA OMISIÓN DEL DEBER ESTATAL LO CONMINA. Cuidado.
Y DE HECHO PUEDE HACERLO, CLARO, TOMANDO LA PRECAUCIÓN DE PLANTEAR LA INCONSTITUCIONALIDAD DEL ARTÍCULO 1.764 Y SUBSIGUIENTE. Asistimos así, al nacimiento de una responsabilidad positiva, de un deber proactivo del Estado a garantizar la vida digna de sus habitantes como derecho personalísimo. Algo que, en solitario, vengo proponiendo de manera reiterada en cuanto espacio se me dé lugar. Quién lo diría…
Pero volvamos ahora a la determinación de los derechos personalísimos, según el texto legal vigente. Aparte del derecho a la vida, a la libertad, al propio nombre, se incluye en este concepto, como ya dijimos, la dignidad, que se manifiesta según el artículo 52, en una enumeración meramente ejemplificativa y no taxativa, en el derecho a la integridad de “(la) intimidad personal o familiar, (la) honra o reputación, (y la) imagen o identidad”.
Pero eso no es todo. De acuerdo con el artículo 56, hay que agregar, también, el derecho al propio cuerpo, cuyos actos de disposición que ocasionen una disminución permanente de la integridad, están prohibidos excepto supuestos especiales de aplicación restrictiva.
Todo eso es lo que debe considerarse especialmente, con prevalencia incluso sobre las consecuencias patrimoniales del daño, en sus afecciones o incidencias negativas probables y comprobadas
6. VIOLACIÓN DE LA INTEGRIDAD PERSONAL Y DE LA SALUD PSICOFÍSICA
Estos rubros están ya incluidos, en distintos niveles de análisis, en el rubro anterior. Se trata de un exceso en la ejemplificación de la norma, que hay que tener bien presente para no incurrir en sobrecuantificaciones o dobles resarcimientos indebidos.
La integridad personal es el primero de los derechos personalísimos, cuyas consecuencias disvaliosas deben resarcirse especialmente.
La salud psicofísica es el modo más obvio de su manifestación. Toda afección a la salud psicofísica implica, por sí, una violación a la integridad personal, que el derecho no puede consentir.
7. LAS AFECCIONES ESPIRITUALES LEGÍTIMAS
Distinto es el caso de las afecciones espirituales legítimas, que pueden o no recaer sobre alguno de los derechos personalísimos. El término “afección” denota aquí, simplemente, incidencia o condicionamiento negativo. De modo que no es exigible la angustia, la aflicción ni la pena, sino que basta con aportar indicios concluyentes que lleven al juzgador al convencimiento de que la calidad de vida del dañado ha sido menoscabada, de que su existencia ha sufrido de algún modo, un tipo de intromisión negativa injustificada por causa del daño.
Desde las limitaciones a la vida social, hasta el daño meramente estético, toda afección espiritual consecuente -sea cual fuere el bien jurídico sobre el que recae, sin importar su medida en cuanto supere el umbral de las incomodidades propias de la vida en sociedad-, debe ser íntegramente resarcida.
8. EL PROYECTO DE VIDA Y LAS CONSECUENCIAS DE SU INTERFERENCIA NEGATIVA
A grandes rasgos, el proyecto de vida es aquello que el damnificado había esperado libre y legítimamente ser y hacer de sí mismo. La justificación de su resarcimiento radica en la obligación de abandonarlo, sustituirlo con pérdida o suspenderlo, que la ocurrencia de un daño injustificado le impone, condicionando negativamente su voluntad.
Los parámetros para su determinación son tres: viabilidad del proyecto, grado de ejecución al momento del daño, y posibilidad o imposibilidad de sustitución. A quien le interese el tema, no puedo sino remitirlo a mi libro “Daños al Proyecto de Vida” editado por Astrea en el año 2012, en tanto aquí el espacio se acaba, y se trata de la única obra bibliográfica sobre esa materia.
El ejemplo típico es este: pensemos en un deportista amateur con chance de medallas en Río que sufre un accidente de tránsito menor. El accidente no lo imposibilita y tal vez no le ocasione lesiones permanentes de gravedad, pero la inoportunidad de su ocurrencia lo fuerza a permanecer al margen de la cita olímpica. Tal vez deba esperar cuatro años para realizar su proyecto de ser un deportista olímpico (suspensión o retardo del proyecto vital), tal vez nunca más lo sea (privación definitiva). Ambas hipótesis configuran consecuencias dañosas injustificadas resarcibles, desde una perspectiva de reparación integral. Y, al menos a mi criterio, también las configuran los supuestos de privación de toda posibilidad de un proyecto vital digno, responsabilidad por omisión del Estado que debe tenerse como violación a los derechos personalísimos de integridad y de dignidad personal.
9. COMENTARIOS FINALES
Hemos llegado al fin, como casi siempre, excediéndonos del espacio previsto. Ya habíamos escrito sobre el tema en junio de 2015 y volvimos a hacerlo ahora, para aclarar algunas cuestiones que quedaron pendientes en aquella oportunidad.
El Código, que por entonces no regía, ya está a las puertas de cumplir un año de vigencia. Los jueces seguirán hablando todavía, por largo tiempo, del daño moral, cuando se expidan sobre todos los hechos ocurridos con anterioridad a agosto de 2015, aunque progresivamente dejarán de pensar en él. Así lo exige una interpretación del artículo 7º, contraria al texto pero consolidada a partir del principio de autoridad y por la fuerza del nombre de sus sostenedores.
Se trata de un comportamiento habitual en el derecho: a veces no nos importa tanto qué se dice, sino quién lo dice. Y es ahí cuando nos perdemos en chinos indescifrables, altísimos. Mucho más altos que Yao Ming, y más indescifrables todavía, que la clasificación de los animales en el Emporio celestial de conocimientos benévolos, imprevisible enciclopedia china de la que habló Borges en El idioma analítico de John Wilkins. Pero, a diferencia de uno y de la otra, nada admirables por cierto, nada fantásticos.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado
Muy buen artículo.
Fundamentalmente, didáctico.
El Dr. Burgos pone en evidencia que hay abogados y filósofos del Derecho (Tenemos nuestro Kelsen)
Víctor Fratta