Cuando entran a fallar… (Nota XLVII)
Como el amigo de Luisito Suárez, Isaías Olariaga es un argentino que juega profesionalmente al fútbol. Como ellos dos, Emanuel Ortega también lo era. Hasta ahí las semejanzas; las diferencias son insalvables.
En el desarrollo de su profesión, Ortega estaba y Olariaga está, a más de diez mil kilómetros del Camp Nou. Uno jugaba, y el otro jugó, hasta su lesión, en Primera “C”. Incansables y esperanzados los han visto pasar, cada sábado, las canchas del conurbano bonaerense.
A Olariaga, que se fracturó el cráneo hace dos meses en un choque de cabezas, le salvó la vida el árbitro. Ahora espera volver a su equipo, que ascendió a la “B Metro”.
A Ortega, que murió por la conmoción cerebral que le causó el choque contra el paredón perimetral, hace dos años, no pudo salvarlo nadie.
Ahora releamos el título: es probable que Messi choque alguna vez su cabeza con la de un rival en una acción propia del juego; y aunque, por el contrario, parezca extremadamente improbable, no deja de ser estadísticamente posible que alguna vez también se golpee contra un paredón aledaño a la cancha.
Nos cuesta creerlo, es cierto, pero el recuerdo de la doble fractura de Martín Palermo al desmoronarse una pared en el festejo de uno de sus goles en el Betis, nos obliga a admitirlo, al menos, como posibilidad remota.
Entonces; ¿qué es lo que, lisa y llanamente, decimos que no le pasa?
Lo que no le pasa es el abandono, la manipulación, la extorsión, el negociado, el desinterés, el fraude que siguió a las gravísimas lesiones de uno y otro jugador del ascenso.
La Asociación del Fútbol Argentino (A.F.A) con el aval de los clubes, del sindicato de los futbolistas y de los sucesivos gobiernos, tan opuestos –el de hace más de dos años y el actual-, incumple impunemente la ley vigente.
Messi es famoso y escandalosamente millonario; Ortega y Olariaga no. Como casi todos, uno vivió y el otro vive a mucho más de diez mil kilómetros tanto de una cosa como de la otra. Ya lo dijimos: uno fue y el otro es un futbolista del ascenso; pero ese no es el problema aquí.
El problema es la condición compartida, por ellos dos, por sus familias, por casi todos nosotros, de ser ciudadanos de segunda en un país en el que, como bien supiera notar el brillante jusfilósofo Carlos Santiago Nino, la ley es siempre una forma de comenzar la conversación y nunca de concluirla.
El caso Ortega
Repasemos los hechos: el 3 de mayo de 2015, Emanuel Ortega tenía apenas veintiún años y ejercía su profesión como empleado en relación de dependencia del Club Atlético Banfield, institución con equipo de Primera división que pagaba su salario. Por disposición de su empleador, había sido cedido a préstamo a San Martín de Burzaco.
Once días después de aquél partido contra Juventud Unida, falleció a causa de las lesiones sufridas por el hecho y en ocasión del trabajo. Hubo, en su honor, una fecha de duelo, en la que se suspendieron los partidos y otra en la que se hicieron algunos minutos de silencio antes de comenzarlos. Hubo una decisión que obligó a revestir de colchonetas los paredones que, en algunas canchas del ascenso, están a un metro y medio de la línea lateral. Algunos clubes la cumplieron; otros no.
Pasó el tiempo. La cobertura obligatoria exigida por ley para todos los trabajadores en relación de dependencia en la República Argentina (seguro de riesgos de trabajo), parece no haber existido para los jugadores de Bánfield. La cobertura voluntaria que sí existía (el seguro de personas tomado por la A.F.A, con los clubes como beneficiarios y los jugadores profesionales como asegurados), fue retenida indebidamente por ese mismo club, según denunciara en su oportunidad el presidente de San Martín de Burzaco.
Los padres de Emanuel -un humilde matrimonio de Perico, Jujuy, a mil quinientos kilómetros de la sede laboral de su hijo fallecido-, fueron obligados a iniciar una acción judicial para percibir la indemnización que debió ponerse a su disposición en un plazo de quince días. Hasta hace algunos meses, al menos, no habían cobrado un solo peso.
El caso Olariaga
Era el 22 de julio de este año. Iban apenas doce minutos del primer tiempo de un partido en cancha de Arsenal de Sarandí, cuando el defensor de San Miguel, Isaías Olariaga, fue a rechazar de cabeza, impactando la sien de un jugador de Defensores Unidos de Zárate. Cayó al piso con hundimiento de cráneo, sin conocimiento. Únicamente en mérito a la rápida atención del árbitro conservó la vida.
Una ambulancia lo trasladó de la cancha hacia un hospital y de allí hacia un sanatorio, en el que fue operado de urgencia. Dos meses y medio después, la A.F.A. su club empleador y la compañía aseguradora de la cobertura voluntaria siguen “negociando” con la ortopedia, el costo del material para una segunda operación que se dilata. Tampoco aquí se cumplió con la obligación legal de contratar una aseguradora de Riesgos de Trabajo, según parece. De haberlo hecho, las prestaciones en especie le habrían sido otorgadas de manera inmediata, obligatoria, irrenunciable, incondicionada y gratuita.
“Tengo una mollera en el cráneo, como un bebé”, dice el aguerrido defensor. “Todos me dicen que lo mío está encaminado, pero yo no veo el camino”, agrega. Lo que nadie le dice es que el camino en el que lo encausaron, no es el legalmente previsto. Y que no siéndolo, lo lleva hacia un lugar muy distinto al que hubiera debido ir. Y muy distante, también; casi tanto como están los tablones del ascenso, de las butacas del Camp Nou.
Lo voluntario no reemplaza lo obligatorio
Remarquémoslo: los futbolistas profesionales -todos, los de primera y los del ascenso, los famosos y los ignotos, los millonarios y los humildes-, son empleados en relación de dependencia. Aceptan una clara subordinación económica y formal al club que contrata sus servicios y que, a partir de ese contrato dispone, según su propio interés, los modos y lugares de prestación del trabajo.
En tanto serlo, debieran contar con un seguro obligatorio de riesgos laborales contratado por su empleador. Y, en tal sentido, bastaría con que el club hubiera contratado una A.R.T. para uno solo de sus empleados, en cualquier función -la empleada de la secretaría, por ejemplo, o el canchero que marca las líneas de cal-, para que los futbolistas, omitidos en la nómina de esa contratación, adquieran automáticamente el derecho legal a las prestaciones previstas, tanto en especie como dinerarias.
Después, será la A.R.T la que reclame, a su co-contratante asegurado, la repetición del costo de los gastos incurridos en beneficio del trabajador no denunciado en la nómina; pero las consecuencias de la omisión no resultan trasladables a este. Y es lógico: afuera de la cancha, mucho menos todavía que adentro, casi nada depende de su voluntad.
El seguro voluntario de personas tomado por la A.F.A -cubriendo las lesiones de los jugadores y denunciando como beneficiario al club al que pertenecen, con sumas determinadas por categoría del club, no del jugador-, es un complemento, un adicional, un “refuerzo”, una prótesis. De ninguna manera puede operar como un ardid para eludir las obligaciones de fuente legal; pero eso, parece -con la complicidad de todos- es lo que aquí habitualmente se hace. Qué lindo que es el fútbol, pibe.
El cambio en la responsabilidad no es ningún juego
Desde la vigencia del nuevo Código Civil y Comercial, la apreciación de la responsabilidad en el derecho deportivo ha cambiado radicalmente. La clave de ese cambio está en el artículo 1.719, que expresa, de manera textual: “La exposición voluntaria por parte de la víctima a una situación de peligro no justifica el hecho dañoso ni exime de responsabilidad”.
Antes de esta regulación, los daños ocasionados en acciones previsibles dentro del reglamento (el choque de cabezas de Olariaga y su rival, por ejemplo), formaban parte del “riesgo aceptado” en la práctica del deporte y, como tal, no eran jurídicamente resarcibles.
Ese “riesgo aceptado” tenía que ver, naturalmente, con la dinámica del juego en cuestión: no es lo mismo un codazo en el básquet que en el ajedrez; no se asimilan las zancadillas del fútbol a las del golf.
La distinción, de cualquier forma, ha perdido ya toda importancia: en el paradigma de reparación integral que el nuevo código articula, todos los daños que no hayan sido causados total o parcialmente por la propia víctima, deben ser resarcidos. Dentro o fuera del reglamento. Todos.
Luego, con la acción en curso, será el causante de la lesión quien habrá de demostrar la existencia de una causal de exclusión fundada en el hecho de la víctima. Y esto vale tanto para el deporte profesional como para el amateur; incluye igualmente a la Copa Libertadores y al fulbito que se arma para justificar el asado. Obliga tanto a Camacho y al Colo Romero, como al Chengue Morales, a Paolo Montero y a mí, si alguna vez se me diera por dejar de gritarles -a unos y a otros- desde la tribuna y entrar, con un lamentable grupo de improvisados, a un rectángulo de tierra o césped.
No obstante, tratándose de un deporte profesional, el responsable de la lesión será -necesariamente-, un empleado de otro club que actúa en cumplimiento de sus funciones. El jugador lesionado podrá demandar entonces, por vía civil, tanto a su colega como al club empleador de este. Y según los términos del artículo 1.773 (responsables directos e indirectos), tendrá derecho a hacerlo conjunta o separadamente.
En el caso de los damnificados por la muerte de Ortega, por ejemplo -en el que la causa del daño fue una cosa inerte, a la que una inconveniente ubicación tornaba arteramente riesgosa- es posible, además, iniciar una acción de resarcimiento contra el propietario del estadio (sea o no uno de los dos clubes participantes), y solidariamente contra la misma A.F.A, en su carácter de organizadora de la competencia y supervisora de los escenarios de juego. Ambos demandados asumen responsabilidades con factor de atribución objetivo, en las que no es necesario probar la culpa para hacer nacer el deber de responder.
Las acciones son acumulativas; las indemnizaciones, no. Todo lo que deba percibirse en sede laboral -y aquí ya estamos otra vez en la órbita del deporte profesional-, menguará el monto de la indemnización civil.
Pero, ¿qué incluye la pretendida indemnización integral?
De acuerdo con el artículo 1.738, los rubros a considerar en el cálculo de una indemnización plena o integral -a la que deben descontarse, cuando existiesen, las prestaciones tarifadas obligatorias del régimen laboral-, son:
- daño emergente: todo menoscabo sobreviniente que se puede determinar sin necesidad de ninguna operación adicional al mero cálculo;
- lucro cesante: aquello que el dañado hubiera percibido, de seguir el curso ordinario de las cosas, y que la ocurrencia del daño lo obligó a resignar;
- pérdida de chance: la existencia real de una probabilidad frustrada;
- daño a los derechos personalísimos: a la vida, a la libertad, al nombre, al honor, etc.;
- afecciones espirituales legítimas: no solo angustias, penas o aflicciones sino cualquier incidencia negativa demostrable en el ánimo del dañado; y
- daño al proyecto de vida: interrupción, alteración o retraso en lo que la persona había elegido ser y hacer de sí misma.
Para terminar, volvemos al inicio
En el caso de Ortega, un amplio elenco de familiares -y no sólo sus padres-, podrán accionar civilmente reclamando la proyección dañante de la muerte del futbolista en su propia vida, y la incidencia negativa generada por la misma en cualquiera de los rubros detallados. Tal vez ya lo estén haciendo.
En el caso de Olariaga, por su parte, la proyección del daño emergente determinado por la incapacidad resultante deberá extenderse a la posibilidad de procurarse un sustento, tomando como parámetro la expectativa de vida y no la edad jubilatoria -que en el caso del futbolista, resulta notoriamente anticipada-.
Los premios por juego no percibidos, ingresarían en el lucro cesante; la resignación de una transferencia en tratativas, en la pérdida de chance; el menoscabo en la calidad de vida en las afecciones espirituales. La imposición de abandonar, temporal o definitivamente, el fútbol, configuraría claramente un daño al proyecto de vida. Sin embargo, él todavía no piensa en eso; sólo quiere jugar.
Si algo así le pasara a Messi, o a Luisito Suárez -y esperemos que no-, la indemnización resultaría incalculable; incluiría pérdida de publicidades y otras cuestiones propias del oficio de famoso.
Porque la fama, como supo cantar don Alfredo, puede que sea puro cuento; pero convengamos que, en estos tiempos, es un cuento que revolea las cuentas; y tratándose de estrellas, las envía a la estratósfera.
Brillante mundo imaginario donde los dirigentes cumplen, sólo los exquisitos juegan y todos son -viviendo de una vez y para siempre, en el correcto lado de la pantalla-, inobjetablemente iguales ante la ley.
Dr. Osvaldo R. Burgos
Abogado
osvaldo@burgos-abogados.com.ar
(*): Nota originalmente publicada en Revista Póliza (ROU). El Seguro en acción agradece al autor la gentileza de permitirnos publicar este material.
Simple, claro, inteligible para todos los que estamos en la actividad y no somos profesionales del derecho.
Gracias Osvaldo. Gracias «El Seguro en acción».
Carlos Alberto Dominguez (PAS)