MICHAEL EDWARDS: UN HIMNO AL TESÓN

El águila, más que mil palabras sobre Eddie The Eagle, el hazmerreír que se hizo héroe

Por Martín Mazur

¿Cuánto estarían dispuestos a arriesgar por representar al país en un Juego Olímpico? La increíble historia de Eddie Edwards, el saltador que no sabía saltar y se convirtió en leyenda… del cine.

“No sé por qué se dice que algo es imposible cuando solamente es muy difícil. Hay que saber reconocer la posibilidad incluso en las dificultades” (Biografía de Diego Simeone, Creer).

Para Michael Edwards no había imposibles. Nunca los hubo. Detrás de esos intensos y verdosos anteojos y esa miopía fulminante, se escondían irrefrenables deseos de gloria olímpica. Eddie, tal como lo llamaron sus amigos desde chico, tenía una tenacidad y un convencimiento que no coincidían con la evaluación que cualquier entrenador pudiera hacer de él.

Trabajaba como pintor, especialista en yesería. Como su papá. Y su abuelo. Su mamá era empleada en una fábrica. Era el peor momento de la economía en Gran Bretaña. Vivían en el pequeño pueblo de Cheltenham, en los Cotswolds de Inglaterra.

Edwards lo intentó como esquiador de fondo, pero no tuvo chances. Entonces, dejó los trabajos de yeso y se focalizó en el estudio. En el estudio de cómo demonios llegar a representar a Gran Bretaña en los Juegos de Invierno de Calgary 88. Y estaba en 1985. O sea, un imposible. Corregido: un muy difícil.

Con los pocos ahorros que tenía, se instaló en Estados Unidos para perfeccionarse. No hubo caso. Hasta que descubrió que también existía el salto en esquí. Inglaterra no había presentado a nadie para esa competencia desde los años 20, cuando el proceso de medición era rudimentario. El récord de esa categoría que parecía extinta era relativamente fácil de superar.

Saltar en esquí no es para cualquiera. Esquiar es apenas el inicio. Las rampas son de 40, 70 o 90 metros. Desde abajo, se asemejan a una pista cualquiera. Pero a medida que se sube, la arquitectura se hace más angosta. La cumbre es solo una aguja donde el esquiador apenas puede sentarse y dejarse caer. Está solo. Irá a casi 200 kilómetros por hora, hasta empezar a volar. Y cuando esté en el aire, deberá domar el viento y transformarse en un objeto aerodinámico: un pie en un ángulo equivocado podrá conllevar un aterrizaje mortal. En los años 80, hasta que fueron prohibidos, había saltos de hasta 185 metros. Ahora, oscilan en los 125.

“Se han dicho muchas mentiras de mí. Pero la peor es que le tenía miedo a las alturas. Si le hubiera tenido miedo a las alturas, no habría estado haciendo 50 saltos por día”, cuenta Edwards, que de especialista en yesería se transformó en especialista en yesos. Se rompió varios huesos en sus caídas. Pero no abandonaba ni siquiera estando en período de recuperación. Llegó a saltar con una almohada enroscada en su cuello, para proteger su mandíbula quebrada.

En 1987, Edwards ya era una leyenda del inframundo olímpico invernal. Su apariencia bastaba para hacerlo sobresalir. La certeza de que no tuviera idea de lo que estaba haciendo ni experiencia alguna, también. Sus gruesos anteojos se empañaban a medida que ascendía a las rampas heladas, y lo dejaban casi ciego en las caídas. También estaba el peso: más de 10 kilos en relación con todos los competidores. Era como un jockey peso pesado, impensado para ese tipo de competencias. Pero lo que más llamaba la atención era que no tuviera ningún tipo de apoyo. Había conseguido que le prestaran un calzado más grande y, para poder usar los esquíes, se ponía seis pares de medias. Su mayor virtud era el convencimiento de no morir en el intento: ningún otro deportista se habría animado a arriesgar su vida en tales condiciones. Para poder seguir saltando, y viajando, hacía trabajos de limpieza de pisos y de remoción de nieve. Al enterarse de que los mejores de su especie estaban en Finlandia, viajó allí para intentar mejorar el aterrizaje. Ya no tenía la camioneta de su madre para pasar las noches, pero consiguió que lo hospedaran en un manicomio. No como paciente, aclara él: pagaba haciendo trabajos de yesería.

“Cuando empecé a saltar, estaba tan quebrado que me ataba el casco con un cordón de zapatilla. En un salto, el cordón se desprendió y salió volando en pleno salto. Aterrizó mucho más adelante de lo que lo hice yo. Así que fui el único esquiador vencido hasta por su propia indumentaria”, cuenta Edwards. Forjó ese rol de antihéroe al que le terminó sacando provecho, más allá de que muchos le enrostraban que su fama se debía al ridículo, y no a sus méritos deportivos. Lo apodaron Mr. Magoo. En lugar de llamarlo ski-jumper (saltador de esquí), en un diario llegaron a llamarlo ski-dropper, algo así como un “caedor” profesional.

Para pesar del Comité Olímpico de Gran Bretaña y del Internacional, el atajo que Edwards encontró en los libros de historia le permitió clasificarse a los Juegos de Invierno de Calgary 88, en Canadá. Bastó que aterrizara decentemente en una competencia oficial y quedara ubicado en el puesto 55. Los esquíes se los habían prestado los italianos; el traje se lo habían dado los austríacos.

En Calgary 88, Edwards terminó último en el salto desde 70 metros. Su festejo conmovió al público, que entre los grandes campeones finlandeses y los saltos con la perfección del ballet, se encontraban con un deportista que bien pudo haber sido la inspiración para los Angry Birds: tosco y sin elegancia, casi un personaje de caricaturas lanzado por una gigantesca gomera. Pero con un carisma insuperable. Tanto que sus festejos por haber aterrizado, de cara al público que lo ovacionaba como el perdedor simpático, lo transformaron en uno de los deportistas más populares de esa edición, aunque deportivamente hubiera sido un hazmerreír. El bailecito simulando un ave se hizo contagioso. Y con él le llegó el apodo: Eddie The Eagle. El águila. Un oxímoron.

No obstante la misión ya estuviera cumplida, Edwards decidió también saltar desde los 90 metros. La diferencia, sin experiencia, puede ser la vida o la muerte. Pero aterrizó. Y para entonces, ya se había ganado el mote de leyenda. Terminó último en las dos categorías. Aunque técnicamente les ganó a tres que no lograron presentarse en las finales: uno se había quebrado la pierna en las prácticas del día anterior.

Luego de Calgary 88, el Comité Olímpico subió la vara de clasificación para todas las disciplinas con la llamada regla Eddie Edwards:  no querían más sorpresas ni más outsiders. Edwards, que era una celebridad, nunca pudo volver a clasificarse a unos Juegos Olímpicos, aunque irónicamente sí lo invitaron para que llevara la antorcha en Winnipeg. Aún hoy conserva dos récords olímpicos nacionales: no hubo ningún inglés que volviera a presentarse en el insano mundo del salto en esquí.

“Empecé con 22 años y era un amateur de verdad, y representé lo que el verdadero espíritu olímpico significa. Para mí, competir era todo lo que importaba. Y lo hice. Muchos me acusaron de tomar en ridículo al deporte, pero no es así: soy el mejor inglés de esa disciplina, aunque sea el único, y me gané esos récords”, dice.

El yesero que cobraba por hora, llegó a ganar 20.000 dólares por hora de exhibición. En Nueva York saltó con las Torres Gemelas de fondo. Sin temor al ridículo, una vez se disfrazó de pájaro, porque no le encontraron un traje de águila. El hombre de los yesos terminó quebrando: fue en 1992, después de someterse a varias cirugías para mejorar su aspecto. Pero empezó de cero, esta vez, entrando en el mundo universitario a la edad en que la mayoría se diplomaba: consiguió recibirse de abogado. También participó en comerciales y promociones, y para celebrar su hazaña olímpica hasta grabó dos canciones, una de ellas en finlandés, donde se convirtió en un personaje querido. Todavía salta, todavía vuela.

Matthew Vaugh, el inglés que produjo las mejores películas de Guy Ritchie (Lock, Stock & Two Smoking Barrels y Snatch), decidió llevar su historia al cine. Eddie The Eagle se estrenó este año, con Hugh Jackman como el esquiador brillante devenido en alcohólico que intentará darse una segunda oportunidad como entrenador del novato cabezadura.

Esta foto en el aire, el día de su consagración en Calgary, es la que precede a los títulos. En la filmación, el verdadero Edwards se presentó y le dijo a Jackman: “Soñé muchas cosas en mi vida, pero que hicieran una película sobre mí, 28 años después de Calgary, eso sí que no me lo imaginé nunca”.

Nota publicada en la edición de agosto de 2016 de El Gráfico

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